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Zaragoza

El paseo por la naturaleza aporta paz, el paseo por la urbe sorpresa. Cada ciudad es una infinita caja de sorpresas. Los pasos conscientes, despiertos, reverentes son los encargados de desatar sigilosos el lazo.La ciudad se nos regala, si nos regalamos a ella, si la hollamos con agradecimiento. La ciudad se te abre cuando la sonríes a cada paso, cuando bendices a los viandantes, cuando exploras su ADN en cada una de sus miradas, en cada perfume que te alcanza, en cada busto ilustre, en cada mendigo que saludas…

Al alabar la vida en el campo, renegué en exceso del asfalto. En realidad no sé por qué los puse frente a frente. Ellos también estaban llamados a complementarse. En realidad todos los contrarios se encuentran.

He viajado mucho, pero no me he regalado esos viajes. Los he ido felizmente sacrificando a un quehacer siempre más urgente. En esta ocasión me dejé seducir. El domingo me regalé Zaragoza. Tras la noche de recogimiento y vigilia interreligiosa, la mañana aparecía cubierta de nubes, pero despejada de quehaceres. Ningún lugar a dónde ir, ninguna cita a la que acudir, ningún compromiso que cumplir.

Caminé sin rumbo, pero atento, sin despiste. La sabiduría de los pies me conducía. Rompí los mapas de fuera, sobre todo el de adentro. Acabé con las prisas, con el agobio del deber impuesto. La caminé con gozo… Me dejé sorprender y los pasos se me hicieron cortos y el pitido del tren en Delicias demasiado temprano…

Bajaba crecido un Ebro que no pude acompañar rumbo al mar nuestro. Volveré a seguir abriendo ese lazo, a seguir explorando ese ADN aragonés tan sencillo, como cordial, noble y abierto.

 
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