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Aquellos relatos blancos

Mira era una ciudad de la agreste Anatolia. Allí estaba destinado a comienzos del siglo IV el sacerdote Nicolás, el personaje que después, montado en su trineo de renos, se deslizaría por las blancas navidades de medio mundo. En aquella ciudad situada en la actual Turquía, vivía un hombre empobrecido, padre de tres muchachas, que no se podían casar, al carecer de dinero para la dote. Cada día al acostarse, las tres muchachas, acostumbraban colgar sus calcetines de la chimenea para secarlos. Fue el generoso Nicolás, que ya tenía fama de repartir obsequios y juguetes entre los niños sin recursos, quien una noche de invierno se coló por la ventana de la casa y llenó los calcetines con monedas de oro. Esas monedas permitieron a las muchachas iniciar la nueva vida que tanto deseaban en compañía de sus amados.

No podemos aquí seguir la pista de quien, tras desprendido gesto, se convertiría en obispo y saltaría mares, océanos y montañas, de quien con diferentes variantes de nombres, se convertiría en una de las figuras más queridas de la Navidad, sobre todo en los países del norte de nuestro continente.
 
Burlando la tradición, llega ahora sin embargo, (un) otro San Nicolás. Montado en su caballo blanco, salta a las pantallas un hombre cruel, despojado de campanillas y que acecha desde los nevados tejados a sus víctimas. La película “Sint” (www.sintdefilm), recién estrenada en Holanda, sigue los trotes de un asesino del que preferimos no abundar en detalles. Esta película, que presenta la antítesis del personaje bonachón que llena de alegría a los más pequeños, ha causado justificado revuelo en ese país, donde es tan querido. El macabro San Nicolás se dispone ya a cabalgar por nuestros cines.
 
Siempre un manto para abrigar a la cerillera; siempre un establo caliente para dar a luz al Niño Dios; siempre un San Nicolás henchido de bondad, sembrando gozo en las aldeas de las montañas… Urgimos historias de feliz final. Podemos perder mucho futuro si no colmamos el presente de inocencia, de pureza, de relatos  blancos… Vivimos la desacralización de lo más sagrado que es el espacio de la pureza de los más pequeños. Nos revelamos ante el asalto a lo más intocable que es el paisaje sin mácula de la imaginación de los niños. ¿Cuál es el futuro de una sociedad que va reduciendo los espacios puros, las historias cargadas de belleza y generosidad? ¿Qué puede ser de un mundo en el que San Nicolás mancha de sangre la nieve impoluta? Ese rojo sobre blanco debería encender alarmas en los postes de nuestra civilización.
 
Necesitamos distancia de este género de películas, pero también de los vídeo-juegos y consolas cargados de violencia y mal gusto que amenazan ensueño y encanto. Distancia también de esa lógica fatal de fomentar consumo doméstico con apropiación de arquetipos de bondad, a costa de la fantasía de niños y mayores. La fantasía nace en el corazón silente del bosque, no bajo el peso enorme de la cesta de la compra; surge de la mente limpia y no contaminada por horas y horas de televisión o pantalla; emerge de la imaginación y es alentada por el relato o la lectura, pero puede ahogarse ante los monitores, en medio de interminables batallas.

Podemos saltar del peligroso sofá y tomar la dirección del bosque. Tras el off  en nuestras pantallas, televisiones y consolas, podemos atravesar en compañía de los más pequeños, el hayedo cargado de blanco y de misterio. Lejos de la luces de neón, podemos avanzar hacia la verdadera magia de la naturaleza en vivo y en directo, donde arrancan las más bellas historias de la Navidad; alcanzar el corazón de la espesura donde multitud de gnomos y hadas, silfos y elementales…, aguardan reencuentro.
 
No enlodarán la nieve y la magia que ya se enseñorea de nuestras montañas. Baluartes a la inocencia, baluartes a la pureza, a los relatos dichosos,  a los bosques  blancos... Es en el territorio virgen de la imaginación donde los más pequeños pueden construir un nuevo mundo más fraterno. Con el mismo ahínco con que defendemos la tierra, el agua y el aire puros…, hemos de defender la tierra pura de la imaginación de los niños y las niñas. Nos jugamos mucho en la transmisión de los cuentos entrañables, de las historias nobles cargadas de generosidad, de entrega, de sacrificio por el prójimo…
 
No tumbaremos el viejo mundo vacío de fantasía, solidaridad y calor humano. No nos esforzaremos en derribar un mundo de doble tabique, de hogares aislados, de lazos rotos…, una civilización saturada de cosas inservibles, de exceso de pantallas de a ninguna parte. En su vez, reconstruiremos una nueva, amasando nuestros más bellos cuentos.
 
Retornen los cuentos cargadas de pura nieve, de naturaleza callada, de gozo desbordado bajo tejados blancos… Retornen las llamas cantarinas, los calcetines ahumados, los esponsales anhelados, la solidaridad triunfante... Retornen los relatos de genuino amor, de heroica compasión, las hermosas historias hiladas al calor del fuego deseosas de echarse a caminar. Entreabramos la ventana para que se cuelen personajes queridos, cargados de misteriosos sacos y lejanas leyendas. Retornen los inviernos colmados de esperanza, desbordantes de ternura y fraternidad.
 
“¡Fósforos, fósforos!”, clama la niña cerillera desde su fría y vacía esquina. Nos sumamos a su ya fino hilo de voz: “¡Fósforos, fósforos, para la lumbre callada, para el hogar apagado de este planeta olvidadizo!”.

 
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