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Dos humanidades

El magnate populista y faltón, recién iniciado en su carrera ya oficial hacia al Casa Blanca insiste en que América es lo primero (“America firts”). Cala el mensaje de Trump. Hay demasiados norteamericanos, demasiados humanos que deseamos ser los primeros en más derechos, en más privilegios en olvido de los otros. Si todos queremos ser los primeros, no habrá sitio para los últimos en este gran hogar planetario. Un futuro más halagüeño lo alumbrará el deseo convencido de un creciente número de humanos de no ganar privilegios a costa o en detrimento de terceros. Las naciones operan a imagen y semejanza de nosotros, los súbditos. Un pueblo es grande cuando acoge, abre sus puertas, ayuda, se vuelca en el progreso global, no sólo propio. Hacer de nuevo grande a América ("Make America great again") tiene por lo tanto más que ver con hacerla solidaria con los destinos del mundo, que hacerla más rica, imperial y belicosa.

América no es lo primero, tampoco Inglaterra, tampoco España… En esta inmensa nave por nombre Tierra, que no permitiremos que se hunda, lo primero son las mujeres y los niños. Lo primero son las que redondean su vientre, alumbran vida y acercan nuevas generaciones. Lo primero son los ancianos y desvalidos, los explotados, los perseguidos por causa de la libertad y la justicia, los refugiados que huyen del horror de la guerra. Lo primero son los que sufren, los que no tienen pan para su estómago, ni pizarra para sus hijos. Son los hermanos de cualquier raza, condición o color que no tienen sus más elementales necesidades satisfechas.

Observamos de forma cada vez más nítida las dos humanidades diferenciadas. Tenemos por un lado la humanidad del “exit”, la que colmada de miedos se arma, se blinda, la que desea salirse de todos los afanes comunes, de todos los esfuerzos colectivos, globales, unitarios en ciernes. Es la humanidad del ombligo, la que conjuga sólo en primera persona, la que únicamente sigue la supuesta lógica, la más ilógica de todas, del beneficio, del privilegio propio en perjuicio de la Tierra y la comunidad más o menos global.

Veremos a esa humanidad en América, pero también en el corazón de Europa o en Inglaterra. La veremos agitar pancartas de “not ilegals, not refugees, not foreing workers…” temerosa de perder lo que ha gozado, de que el bienestar sea una dicha cada vez más extendida. Es una humanidad sin futuro, pues éste es una geografía siempre colectiva. Es una humanidad insostenible, porque con el individualismo la vida palidece, se seca y acaba muriendo. Está por todas partes, allí donde el humano piensa sólo en sí mismo. Ahora sale claramente a relucir en los pasteles de colores que cantan los resultados de las elecciones en muchos países. Esos escrutinios, en los que se juegan a menudo unas fronteras más o menos abiertas, delatan la extensión de esta humanidad temerosa.

Felizmente hay otra humanidad que no cree en los privilegios, que siente que todos somos los primeros, que hemos de avanzar unidos, sin dejar a nadie atrás. Es la humanidad que no tiene miedo a compartir, que piensa y siente en clave colectiva, que no ve al foráneo, al refugiado como un estorbo, sino como un hermano en apuros, necesitado de ayuda. Es la humanidad que establece puentes, alianzas, que cree que las fronteras son una rémora del pasado que irán cayendo, que nos iremos cada día más y más uniendo. Es la humanidad que busca cooperar en los más diversos ámbitos.

La disyuntiva se nos presenta global e individualmente. No sólo los pueblos y la naciones deben pronunciarse al respecto; también a nivel individual nos habremos de plantear si somos de los que abren o cierran los brazos, de los de la acogida o del blindaje, de los que soñamos en un mundo en el que haya un sitio para todos, o únicamente para los de mi equipo de fútbol, para los de mi clase social, mi nación, mi religión, o los que tienen mi mismo color de piel… El futuro se escribirá en clave de compartir y cooperar o no se escribirá. ¿Cuál de las dos humanidades saldrá adelante? Esperamos que la del corazón abierto y generoso, la del alero ancho, no a costa de la otra atrincherada, sino sencillamente porque la primera habrá conseguido ganar, abrazo tras abrazo, el endurecido corazón de la blindada.

 
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