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En defensa de la austeridad

La austeridad es una palabra que ha entrado con fuerza en el debate político y económico actual. No está de más que analicemos su genuino mensaje apartidista, su vigencia universal. La oposición a ella, como bandera principal, acaba de llevar a la formación de Syriza al poder en Grecia. Austeridad poco tiene que ver con pobreza, menos aún con miseria. Hay palabras que son secuestradas, en cierta medida re-significadas y que después no es fácil devolverles su eco original. Reivindicar la austeridad no implica necesariamente arrimarse a las tesis de la poderosa canciller alemana.

La naturaleza está regida por la ley de la economía, nunca por el exceso. Sólo iniciándonos en unos hábitos más sencillos podremos comenzar a sentirnos uno con el latido de la vida y la naturaleza. Reivindicamos la austeridad como un principio que no muere. De sobra sabemos que la Madre Tierra no puede soportar los caprichos de 7.000 millones de humanos. ¿Algún día pasaremos el turno del “privilegio” a otros o decidiremos simplemente vivir con menos para vivir todos mejor?

Durante la segunda guerra mundial, en los momentos más críticos para los aliados, una ejemplar Simone Weil que trabajaba en las oficinas de la Resistencia francesa en Londres, se autoimpuso, en un alarde de extrema solidaridad, tomar la misma y exigua ración de comida que ellos hacían llegar a los miembros de la Resistencia en el interior de la Francia ocupada. Un fuerte sentimiento de solidaridad nacional llevó a esta mujer extraordinaria en todos los sentidos a asumir ese grado de autoexigencia. La merma de salud que ello conllevaba, no debió ser para nada ajena a su pronta muerte por tuberculosis. Mahatma Ghandi alimentó siempre su esquelético cuerpo con una sencilla y repetitiva comida, que era la que estaba al alcance del común de los indios. Nunca contempló excesos. Olvidamos a los héroes y heroínas, los sacamos de la historia por que a menudo sus valiosos testimonios nos incomodan. Al borrar las memorias, nos despistamos, comenzamos a deshacernos de palabras y virtudes que hoy tanto nos ayudarían y dignificarían.

Van cediendo las fronteras de todo orden y felizmente nuestra verdadera nación se empieza a identificar más con la entera Humanidad. Sin embargo no se nos ocurre reducir nuestro consumo, apretarnos el cinturón para equipararnos los humanos un poco más. Austeridad es de las palabras más transformadoras, más exigentes con nosotros mismos y sin embargo hoy en Europa ningún sindicato se suicidaría enarbolando esa bandera. Defenderla equivale a conservadurismo. El problema es que la inmensa mayoría de los conservadores defienden seguramente una austeridad para el prójimo que no afecte a su privilegio.

Austeridad, simplicidad eran lemas pilares de aquel “mequetrefe en pañales” que llegó a irritar al propio Churchil. Aludimos de nuevo a uno de los mayores revolucionarios de todos los tiempos y geografías: Mahatma Ghandi. Su discípulo, Lanza de Vasto, se empleó igualmente en cuerpo y alma a sembrar esa semilla de auténtico cambio por estos lares. La austeridad genuina es la que emana de dentro, no la que nadie te impone desde fuera, es la virtud que invita al desapego de las cosas y que por lo tanto ensancha el marco de la libertad. Reivindicamos una austeridad que no viene de Berlín, del FMI, ni del centro de la Unión, sino del centro de nosotros mismos. En una familia no es fácil que coexistan armoniosamente grandes diferencias. Nos adherimos a una austeridad que nos reúna y refunde como gran familia humana, que sobre todo nos vincule con esa gran porción salpicada por la miseria, nos ligue a quienes padecen bien hambre, bien carencias considerables. Reivindicamos una austeridad que nos iguale un poco a los humanos, que equilibre las abismales e injustas diferencias económicas y sociales, que nos acerque al hermano que más necesita y padece.

La austeridad, la simplicidad no es sólo una de las formas más exigentes de solidaridad para con quienes nada tienen, es también una virtud que nos devuelve a nuestra condición de seres espirituales, no tan sumamente condicionados por la materia. No sé si la austeridad que impone la señora Merkel es la adecuada. No entraré en un debate difícil que desconozco al necesario detalle, pero el planeta y la humanidad agradecerían un austeridad que nos auto-impusiéramos. ¿Por ejemplo las a menudo complicadas relaciones con el Islam, no tendrán que ver, siquiera en alguna pequeña medida, con el comprensible recelo de los que tan poco tienen, con respecto a los que nadan en la abundancia?

Aprender a vivir más austeramente, con menos cosas, es aprender a llenarnos más de nosotros mismos y de lo grande que en definitiva nos habita. La auténtica conciencia planetaria se manifiesta prioritariamente en los hombres y mujeres que han aprendido a vivir sin objetos y servicios superfluos, sin una existencia en exceso acomodada. Mientras el brillo de un coche sea la luz que irradie nuestra pretendida felicidad, estaremos perdidos, ahuecados, vendidos, al albur del primer anuncio televisivo. Vivir con menos no tiene por lo tanto nada que ver con vivir peor, sino vivir más cerca de quienes sufren, más arrimados a nosotros mismos. La carrera de la felicidad no consiste en alcanzar en definitiva quienes más consumen, más al contrario, acercarnos voluntariamente a quienes de tantas cosas imprescindibles todavía carecen.

 
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