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Eterno latido

En un mundo ciego la verdad sale cara, en un mundo sin alma la mera mención de ésta puede generar sarcasmo. Pobre destino el que se nos traza tragados por la tierra, carcomidos por los gusanos, sin postrero latido y sin embargo pocos se revelan ante ese sí, “fatal desenlace”. Galopa la noción de que todo se acaba con la mayor mentira de todos los tiempos, por nombre “muerte”. A lo sumo, si nos adherimos a Roma y sus purpurados, nos concederán feliz estancia encima de una nube en la que suena el mismo y monótono arpa por toda la eternidad. Únicamente una vida, una sola oportunidad para ganar plaza más o menos cerca del Origen de toda vida, de todo Amor y Verdad. Pareciera que somos sólo un saco de huesos y de órganos más o menos inteligente y sin embargo desierto de rebeldía ante tan lúgubre panorama, ante tan efímero destino que nos traza la ciencia sin alma. ¿Dónde entonces ese alma? Y si la atribulada presentadora de televisión tuviera alguna razón…

Amamos las “causas perdidas” y echamos un cable a la protagonista de las “Mañanas de TVE” que no tiene quien la defienda. El ser humano no es más por sacar el corazón de un cuerpo y ponérselo a otro. El ser humano será más cuando ningún congénere pase hambre, cuando los campos sean liberados de química y las granjas se hayan vaciado de animales torturados, cuando la última bala del último fúsil se haya agotado y hayamos alcanzado las costas anheladas de la fraternidad universal, cuando hayamos reparado algo en nuestra condición trascendente…

¿Y si no fuéramos sólo cuerpo, si hubiera alma y si ésta tuviera memoria y si ésta dispusiera de un micróscopico “pen drive” donde se alojaría, no sólo el recuerdo pormenorizado de la última encarnación, sino el de todas las anteriores? Podríamos callar, podríamos olvidar lo que pregona toda la tradición esotérica, toda la filosofía oculta de todos los tiempos, lo que han anunciado los grandes maestros espirituales que siempre han sido. Podríamos olvidarnos de la Mariló Montero y de la injusta bronca que le han montado, pero es que venimos callando ya por tanto tiempo... Venciendo todas las vergüenzas, vamos poco a poco saliendo del armario, dispuestos a plantar cara a la mayor dictadura de todos los tiempos, el absolutismo materialista, su determinismo sin esperanza alguna, arraigado en todas las esferas de la vida, en todas las latitudes del planeta.

No nos venza, de cualquier forma, el orgullo en esta apuesta. “Sólo sabemos que no sabemos nada…”, como apuntara el padre griego de la filosofía, pero es que cuanto aboga al respecto la arcana sabiduría gana una lógica aplastante y da respuesta a la larga colección de interrogantes que ni la ciencia oficial, ni nuestra tradición religiosa imperante pueden, siquiera de lejos, atender.

Sí, vayan las disculpas por ser tan torpes voceros de algo que nos deslumbra y desborda al mismo tiempo. Pero de alguna forma, siquiera gruesa, había que decir que volvemos una y otra vez, que la vida nunca se acaba, que ésta es apasionante periplo sin fin, desafío eterno de crecimiento, reto de ganar y ganar en genuino amor, en entrega, en incondicional donación. En algún sitio había que decir que el amor del Padre Madre celestial carece de medida y nos concede casi infinitas posibilidades de llegarnos a su vera, de ir aquilatando nuestra personalidad, de ir venciendo sobre nuestra propia sombra. En algún lugar había que empezar a compartir que esa Justicia superior nada tiene que ver con la de abajo, que es infalible y precisa, sin el más mínimo margen para el error y que opera en base a una información absolutamente fidedigna. Nada se perdería, todo nuestro accionar, incluso pensamientos y deseos, estaría registrado en esas diferentes e imperceptibles memorias. Sí, la ciencia espiritual nos dice que hay tres minúsculos átomos, llamados “simientes” o “permanentes”, donde se encuentra alojada toda la información de nuestro recorrido evolutivo, todo nuestro deber y haber, nuestros méritos y deméritos. Uno de esos átomos estaría alojado en el ventrículo izquierdo, protegido por una colección de células especiales, precisamente en ese lugar que los cirujanos no se atreven a tocar, porque sobrevendría la llamada muerte.

La ley de la reencarnación reza que, en base a la información que nos proporcionarían esos átomos inmortales, volveríamos a encarnar, a reanudar nuestro itinerario de eternidad, justo en el mismo nivel evolutivo de nuestra encarnación física anterior. Nada de querer ir de listos, pero también es quizás llegada la hora de que cesen los linchamientos a quienes levantan un poco el velo y anuncian siquiera retazos de verdad. A la presentadora le han quitado los minutos editoriales en su largo programa diario, tras el supuesto “desliz” de vincular alma y corazón. Ella misma se ha visto en la necesidad de pedir perdón.

Por lo menos espacio de expresión para quienes, no tanto creemos intelectualmente en el alma, sino tratamos de vivir en el seno de su realidad tan eterna como intransferible; libertad de manifestación a quienes sentimos que nuestro bono de viaje no es “sencillo”, no es “paquete de diez” como en el metro, sino más bien infinito. Por lo menos margen de palabra para quienes creemos en la desbordada generosidad superior, que nos vuelve una y otra vez a empujar a este intenso escenario, a embarcar en este periplo maravilloso por nombre vida. Sí, dice la sabiduría inmemorial que tendríamos alma, por más que nuestro tacto no la atrape en medio de tan densa “ilusión” material. Ese alma tendría a su vez una memoria alojada en el átomo simiente del cuerpo físico, unido a su vez a los otros dos átomos simientes (los del cuerpo astral y mental) y el alma por medio del denominado “cordón de plata”. En base a ello, apunta la ciencia espiritual, que cometeríamos grave error cambiando el corazón de cuerpo, pues operaríamos “contra natura”, organizaríamos un monumental lío al mezclar tan vital información…

Sí, la filosofía perenne sugiere dejar al corazón que calle cuando languidece su latido, permitirle que guarde silencio cuando su bombeo se espacie. Otro corazón fuerte y robusto aguardará a ese ser, cuando tome de nuevo suelo en la materia, cuando quiera correr otra vez por los prados, por las playas inmensas de este planeta maravilloso por nombre Tierra. Agarrarse tanto a la vida física, estirarla más allá de lo ya acotado, es desconfiar de que el verdadero latido nunca, nunca se acaba. Es la hora de romper el embrujo de una vida de tan efímero bombeo, el sortilegio de una existencia sin norte, ni sentido, sin eternos valores, sin esperanza. Ganemos en fe, ganemos en confianza sobre el latido ininterrumpido de nuestro espíritu inmortal, de nuestro alma tan perseguida, tan tan acorralada en nuestros días.

 
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