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Velos

Felizmente somos testigos de la caída de muchos velos. Se han precipitado incluso más de los que estaban pendientes, de los que se hallaban programados para nuestros días. A veces los velos son como los muros, sólo que más resistentes. .

Es preciso que caigan de los unos y de los otros para alcanzar más cuotas de libertad, pero mientras que el muro siempre separa lo que es preciso unir, a veces el velo protege también lo que es preciso preservar

¿Están llamados todos los velos a abrirse? Si corremos todos ellos, se acaba el misterio de ese ser por explorar, de esa fruta por saborear, de esa fórmula por atrapar, de esa atmósfera en la que penetrar, de ese principio o ley por hallar, de esa geografía por hollar, de ese alba por imaginar…, y si se acaba el misterio, se acaba la vida. En realidad ésta es un continuo rasgar de velos, ¿si caen todos, qué sentido le dejamos? Si todos las miradas son asaltadas, si todas las pieles acariciadas, si todos los enigmas son vaciados, si de todos los jugos somos saciados… ¿qué nos queda?
Mantengamos ciertos velos, entendidos éstos de forma metafórica, preservemos ciertos espacios vedados. El velo señala lo intocable. Es ley de vida: lo bello, lo elevado, lo puro no se regala, hay que saber ganarlo, conquistarlo. No cualquiera es digno, en cualquier momento de descorrer el velo. Nuestra sociedad materialista y hedonista no se aviene con éste. Nos anima a disponer de todo, sin esfuerzo, a golpe de tarjeta de plástico en un marco de libertad malentendida.
Aprendamos de una naturaleza que a menudo mantiene su faz velada. No siempre conviene desnudar lo oculto, por lo menos a todos los ojos, a plena luz del día. No todo lo manifiesto es beneficioso, aún resta el misterio, el encanto, la inocencia, cierto pudor a defender…, sin embargo muchos de estos velos también se precipitan en nuestros días. Colocar el velo en su justo momento y a su justo punto de altura es un arte que no muchos dominan. No es fácil encontrar el equilibrio ente los oculto y lo diáfano, entre lo llamado a manifestarse y lo aún destinado a permanecer escondido.
El velo libremente asumido no tiene porque caer en desuso, a veces es necesario, incluso en occidente. Parece que nuestra civilización consumista se empeñara en ponernos todo al alcance de la mano, sin necesidad de ameritarlo. Poco a poco se va diluyendo el valor de la conquista, y sin embargo ésta entendida como reto, como inciación personal, siempre fue necesaria. Hay terrenos desafiantes en los que es preciso ahorrase cheques, arpías, maleficios, incluso el “mantram” secreto de la VISA. El logro verdadero, aquel cuya gloria perdura, reclama esfuerzo, paciencia y amor: unos ojos, un secreto, una enseñanza, unos labios, un misterio… Los velos son precisamente necesarios para forjar nuestra voluntad, para desarrollar nuestra capacidad de entrega, para iniciarnos en una etapa más madura.

El velo da poder a quien lo porta. “El hecho de ser una mujer libre y llevar velo a voluntad es conservar el poder de la mujer misteriosa. La contemplación de una mujer velada es una experiencia muy profunda” dice Clarissa Pinkola Estés en “Mujeres que corren con los lobos” (Ediciones “B”. Madrid 2001) En otro momento de este, tan largo como apasionante, ensayo, traducido a dieciocho idiomas, también señala: “El velo indica la diferencia entre el ocultamiento y el disfraz. Se refiere a la necesidad de ser discretas y reservadas para no revelar la propia naturaleza misteriosa y la necesidad de conservar el eros y el mysterium de la naturaleza salvaje.”
El velo proporciona protección: “Cuando las mujeres están cubiertas por el velo, las personas sensatas se guardan mucho de invadir su espacio psíquico”. La escritora húngara alcanza a decir en defensa de la cuestionada tela: “Llevar velo nos consagra como seres pertenecientes a la ‘mujer salvaje’. Somos suyas y, a pesar de no ser inalcanzables, nos mantenemos en cierto modo apartadas de la total inmersión en la vida del mundo exterior”. No se alarme la lectora. Para la doctora Estés la mujer salvaje no es sino aquella dotada de una aguda percepción, un espíritu lúdico y una elevada capacidad de afecto, aquella que llama a la mágica puerta de la profunda psique femenina. Nada por lo tanto a reprobar en este arquetipo que felizmente emerge de nuevo en nuestros días.
Esta psicóloga jungiana, de renombre internacional, abunda en que el efecto del velo sobre algo aumenta su efecto y sentimiento. En este sentido merece especial mención la comparación que establece entre el velo y el lienzo blanco que se utiliza para tapar el pan: “El velo de la masa de pan y el velo de la psique sirven para lo mismo, … se produce una intensa fermentación”. Lo que colocamos detrás del velo quedaría de alguna forma revalorizado, incluso vedado si aún no se es digno de alcanzarlo. La doctora se adentra también en la investigación del velo como instrumento de la “femme fatale”. “Lucir un velo de determinado tipo en determinado momento, ante un amante determinado y con un aspecto determinado equivale a irradiar un intenso y nebuloso erotismo capaz de cortar la respiración. En la psicología femenina el velo es un símbolo de la capacidad de las mujeres de adoptar cualquier presencia o esencia que deseen.”

Toda rebelión tiene sus límites y la que apadrina la modernidad frente al velo, evidentemente los alberga. En una sociedad que se desayuna y acuesta con miradas insinuantes, con poses excitantes, con carnes relucientes, el velo, insisto en su interpretación metafórica, ayuda a restablecer debidos respetos, a recobrar una noción más sagrada de la mujer, al fin y al cabo nuestras madres, hermanas, compañeras, amigas… No es cuestión de moralina, se trata tan sólo de cuestionar una dignidad agraviada, del hastío de la provocación sensual como arma de negocio, de objetar un generalizado mercadeo de muslos y pechos… Por lo demás, en un mundo de compra venta de intimidades, de vídeos y objetivos apostados por doquier, de espacios privados robados por “grandes hermanos” omnipresentes, no está de más echar algún velo protector sobre lo inocente, lo puro, lo sagrado.
Hay velos que tienen que levantarse, hay oprobios en la sociedad islámica que han de ceder, pero también hay cortinas que se han de echar en nuestro mundo. Cada quien es dueño de sus propios velos, rostro e intimidad. Lo más importante del velo es colgarlo en plena libertad, sujetarlo de “motu” propio. Más difícil de aceptar es un velo o un pañuelo, no digamos ya una “burka”, que obligan a colgar unas leyes, una moral, una religión…
A estas alturas nadie debería de cuestionar la libertad en el atuendo. Las mujeres islámicas no tienen porque seguir soportando, si no lo desean, una legislación que las mantiene aún sometidas y postradas en pleno siglo XXI. Las adolescentes de origen magrebí son muy libres en nuestro país de echarse el pañuelo a la cabeza antes de tomar rumbo al instituto. Nadie tendría que objetar tan elemental derecho, siempre y cuando no haya sido el padre quien le haya alargado el pañuelo a la joven en el umbral de la puerta de su casa, en el arranque del camino hacia su merecida libertad.

 
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