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Rumbo a tierra pura

De repente todo aparenta funcionar. El tren, el metro y el autobús llegan a la hora exacta. Las máquinas devuelven el cambio preciso y dentro del vagón las mujeres acunan en su regazo criaturas que duermen plácidamente. El rimel embellece aún más los ojos somnolientos de las 7 de la mañana. Todas las ruedas ruedan. Todas las luces se encienden. En el vagón reina sepulcral silencio, pero seguramente algunas mejillas guardarán aún el calor reciente de un beso franco.

A esas horas, no hay atascos en la M40, ni en la M50, quizás ni siquiera en la M30. No hay aglomeraciones en las estaciones y la gente regalará generosamente los “buenos días” al llegar al trabajo… ¿Será que este mundo tiene cuerda, que erramos al desear su caída precipitada? ¿Será que pretendemos tumbar un orden cuando éste funciona al minuto? ¿Será que aún no hay recambio, que la nueva civilización aún necesita engrase en sus rodamientos?

Seguramente nos podemos acostumbrar a todo, podemos sobrellevar el asfalto inmenso, morar en su enjambre vida tras vida. ¿Pero se trata sólo de rodar o podemos pedirle más a la vida? ¿Más magia, más revelación, más conciencia…? Sí, la magia de lo natural puede llegar a aflorar en la megaurbe, pero más allá de ella, seguramente se multiplica. ¿Cuánto asombro, cuánta maravilla, cuánto de enseñanza y genuino alimento deseamos inyectar en nuestras vidas? ¿Podemos realmente sobrevivir lejos del viento que sacude, del pájaro que canta y de este otoño que explota y nos deja sin habla?

En la ciudad hay madres que dan con cariño el pecho a sus criaturas, hay grandes parques donde patinan los niños, descansan los ancianos y florecen los almendros. No lo sé, quizás sólo sea una nostalgia de luz y de sol, de manto verde en la ventana y paz en las veredas; quizás recuerdo de cuando en algún sitio, en algún tiempo, en alguna dimensión vivíamos como hermanos, en plena comunión con la naturaleza, en íntimo vínculo y relación con la Vida en mayúsculas.

Sí, aparenta que todo funciona en el asfalto inmenso, pero nosotros no podemos ahogar nuestra sed de vida en comunión, nuestro anhelo de fraternidad. No trazamos metas inalcanzables, pero tampoco podemos renunciar a estaciones más lejanas, a horizontes más anchos. La vieja civilización irá cediendo con el emerger de la nueva. Aún no hay recambio global, pero color y esperanza ganan posiciones en tantos terrenos y arrabales.

En la medida de lo posible será preciso evitar el caos y su dolor añadido. No conviene adelantar una caída sin repuesto. El brillo de lo que ha de ser, seduce e imanta, no quema. El otro mundo emergerá cuando caminemos y caminemos y no demos con el hayedo, cuando queramos respirar a entero pulmón y beber del sol a raudales; cuando la cesta de la compra se ponga por los aires y debamos tomar azada y cultivar nuestra propia ensalada; cuando ahogados en los pisos-nicho, volvamos a campo abierto, a las casas de madera y barro, a las viviendas de grandes aleros.

No planificamos sobre un idilio. No conviene idealizar la vida en la naturaleza, pero sí tomar conciencia de la necesidad de nutrirnos de belleza, de vivir y respirar en plenitud, de restablecer el vital intercambio entre el microcosmos humano y el macrocosmos del universo. Nuestros ojos demandan una mirada sin semáforos, que tropiece en la nada. Nuestros pulmones reclaman el aire fresco de la mañana y su prana puro. Hay que dejar atrás, no sólo el ruido ambiental, sino ese otro ruido aún más dañino de una civilización masificada, de una cultura uniformante que acorrala a los seres libres, de un egregor de consumo insaciable, de una mente colectiva alejada de los principios y leyes superiores que emanan de la naturaleza. Nos lo quieren dejar todo hecho y etiquetado, todo listo para el consumo rápido: lo que hemos de comer, lo que hemos de leer, ver, oír, amar…, pero nosotros/as hemos decidido tomar el pleno gobierno de nuestros destinos y poco a poco su publicidad resuena más lejos, poco a poco vamos descubriendo lo que de verdad conviene a nuestro cuerpo, lo que de verdad satisface nuestro alma.

Compraremos aún algunas veces el bono de 10 viajes al desembarcar en Madrid, volveremos a la gran ciudad cuantas veces sea preciso para gestar comunión, para llenar Palacios de Congresos al llamado grato de Ananta (www.fundacionananta.org). Nos dejaremos cuidar el fin de semana por el buen amigo y su compañera, pero a las 6 de la mañana cerraremos despacio la puerta de acogida. Nos moveremos de nuevo entre las sombras. Tomaremos ese tren, ese metro, ese autobús puntuales que nos devuelven al verde inmenso, a la compañía de un otoño en plena eclosión de ocres y amarillos. Iremos tras el sol, en un viaje con su dulce caricia en nuestras mejillas.

Desmontaremos nuestras barricadas y su nostalgia frágil y engañosa. No agitaremos nuevas banderas en señal de desafío. No precipitaremos lo que aún debe mantenerse. No detendremos los vagones que llegan a la hora. Pero al amanecer saldremos a tientas, nos escabulliremos y pondremos rumbo al mañana, rumbo a una Madre Tierra, Amalurra, siempre, siempre dispuesta a acogernos en su seno, más allá del asfalto y su artificio, de sus trenes puntuales y frío decorado.

Ruedan los vagones, pero nuestra estación no la anuncian en ningún altavoz, no la apuntan en ningún tablero, no la cantan los “media”. Nuestra estación se susurra casi silente de boca a oído por todas las latitudes. Vamos al sol, vamos a la tierra de nadie, a la tierra de todos. Vamos, ahora sí, hacia un mundo de cooperar y compartir, vamos hacia un reino de hermanos/as.

 
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