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¿Solos?

La eterna pregunta de si estamos solos en el universo golpea en el presente con más fuerza que nunca. En realidad toda nuestra historia ha estado acompañada de esta gigante incógnita, sin embargo hoy se hace, si cabe, más actual a la luz de los últimos descubrimientos astronómicos.El ser humano dispone en el presente de muchos más medios técnicos para afrontar la ineludible cuestión. ¿No estaremos en vísperas de que el orgullo de creernos los únicos habitantes del inmenso universo caiga, al igual que se deshizo en su día aquella soberbia de la tierra plana o centro de toda la creación?

Recientemente el Vaticano ha encarado también este acuciante interrogante. Una vez más los jesuitas han abierto los ojos a las autoridades de Roma. La culpa la tiene el padre George Coyne. Una entrevista concedida al diario italiano «Corriere della Sera» (7/01/02), por este director del Observatorio Astronómico vaticano, en la que vertía declaraciones como “La ciencia no destruye la fe del creyente, sino que la estimula” ó “El universo es tan grande que sería una locura decir que nosotros somos la excepción” ha destapado la caja de los truenos.
La culpa la tiene el Papa que les permite mirar a los jesuitas por esas poderosas lentes que agujerean el universo, deslumbran al observador cauteloso y fulminan dogmas milenarios. A pie de altar, con los “Ejercicios espirituales” en sus manos, los soldados de Jesús darían menos guerra. Un vistazo por uno de esos potentes telescopios echa a perder la sotana de cualquiera. Penetrando en el misterio de sistemas y universos infinitos todo queda relativizado y hasta las más grandes religiones sufren riesgo de desplome. A todos, no sólo a los de la Compañía, se nos debería de dar en gracia cinco minutos de contemplación por el Hubble y así curarnos de todo tipo de miopías y astigmatismos ya de orden cultural, nacional o religioso y así ampliar el mapa de nuestras visiones y creencias.

Quizá el mayor desafío del ser humano en los albores del tercer milenio no sea acabar con el terrorismo, sino precisamente ampliar ese mapa que posibilita una mirada más generosa, una percepción más incluyente. Con esa conciencia deslumbrada en medio de todas las luminarias del universo, los pequeños rescollos de las disputas étnicas, religiosas o incluso civilizacionales, estarán llamados a callar. Quizá nuestro mayor reto presente no sea el de dar con el saudí que tumbó torres e hizo tronar el mundo, sino el de romper el ensueño de la separación y las limitaciones de los sentidos y recuperar nuestro, más que probable, linaje como hijos de las estrellas, eternos navegantes del cosmos.

No abrigo ningún interés de que estemos solos en el universo, todo lo contrario. Si disfruto cuando mis amigos de Costa Rica, México o Argentina me hablan de sus pueblos, costumbres y culturas, cuando me comparten frutas, relatos y sonrisas que no conozco…, ¿qué no gozaré cuando me siente a la mesa con mis futuros amigos de Andrómeda, Sirio o las Pléyades? Me cansan las películas que dibujan pérfidos rostros a los colegas estelares por venir, confundiendo lo extraño y lejano por peligroso, una y otra vez proyectando nuestros miedos, nuestros complejos hacia un cosmos ignoto.

Me sincero algo más. En realidad me apasiona el universo, comparto con el padre George Coyne esa excitación ante lo desconocido, sin haber tenido la ocasión de haber echado un vistazo por alguna de sus lentes. Me emociona esta exploración que desembocará, más pronto que tarde, en la mayor sorpresa de todos los tiempos: la de constatar que no estamos solos, que compartimos universo. Nos encontramos al borde de la más preciosa aventura jamás vivida: la suerte inmensa de reunirnos, festejar, reír y colaborar con seres de otros planetas.

Ya no se trata sólo de dar rienda a la imaginación. La nueva generación de gigantes telescopios y radiotelescopios nos ha revelado galaxias mucho más numerosas y grandiosas que las que conocíamos. Cada día que pasa la ciencia empuja un poco más los telones del inmenso escenario de la creación.

A medida que esas potentes lentes, ondas de radio e infrarrojos de los observatorios astronómicos se adentran en el universo desconocido, a medida que hurgan en lo que ayer fuera la nada y hoy son galaxias, constelaciones, agujeros negros..., algo nos hace pensar que quizá no seamos el centro de un universo de día en día más descomunal y sorprendente. Esos "ojos indiscretos" que, con creciente precisión, manejan los científicos, quizá nos revelen pronto, que no es inerte cuanto nos rodea. Aunque la vista humana al desnudo sólo puede percibir dos o tres nebulosas, los modernos aparatos astronómicos, que desde hace unos años son capaces de ver a través del polvo estelar, nos dan a conocer millones y millones de esos universos físicos, muchos de ellos en proceso aún de formación.

Por de pronto, contamos ya con una idea muy aproximada de las increíbles dimensiones de nuestra propia galaxia. Tomando como medida el “parsec” (30.856.785.000.000 kilómetros, ó 3.2615 años luz), nuestra formación estelar tiene 30.000 parsecs de diámetro y un espesor de 400. Estas medidas son difíciles de concebir mentalmente, por lo que es preciso echar mano de analogías: si la galaxia cubriera todo el continente norteamericano, las estrellas, incluyendo nuestro Sol, serían partículas microscópicas más pequeñas que una milésima de centímetro separadas por tan sólo 150 centímetros. Aún con estos ejemplos, nuestro intelecto apenas puede sujetar la noción que implica estas enormes cifras.

El Sol se encuentra a dos terceras partes del diámetro del centro de la Vía Láctea (9000 pc del centro) y se desplaza a razón de 235 kilómetros por segundo en su órbita alrededor del centro de la Galaxia. En base a estos dos datos, se determina que la Vía Láctea tiene un total de: 100.000.000.000 estrellas y una masa 140.000.000.000 superior a la del Sol. Entre ellas el 48 por ciento son tipo G-M, es decir, similares a nuestro astro rey. Todo esto ha sido corroborado visualmente por las búsquedas sistemáticas y catalogación de estrellas realizadas, entre otros, por el famoso telescopio Hubble.

La “exobiología”, ciencia que estudia las posibilidades de existencia de vida en el universo, fuera de la Tierra, ha experimentado un increíble avance en los últimos años. El factor que define esta posibilidad (la “Ecuación Drake” que es actualizada diariamente) se ha visto incrementado año tras año; jamás este valor decreció. Durante tiempo, muchos científicos dudaron de que otras estrellas tuvieran planetas como el Sol y basaban en esta premisa su hipótesis de que no había posibilidad de vida extraterrestre. Desde 1996 se han descubierto más de 300 estrellas con planetas que giran alrededor de ellas, por lo que la posibilidad de vida se ha visto también aumentada.

En la actualidad, sólo en nuestro Sistema Solar, se han descubierto en los cometas más de 8 de 20 moléculas orgánicas que dan forma a la vida, tal como se afirma en la publicación “Investigación y Ciencia” En este sentido, la NASA estima que bajo las aguas del satélite de Júpiter, Europa, existe vida microscópica. Si esto se confirma por la sonda espacial que va en camino del gran planeta, existirán dos cuerpos en el sistema solar que albergan vida, la Tierra y Europa. Por último, la agencia americana ha certificado la existencia de vida molecular en Marte. En este aspecto vemos también aumentar sensiblemente la probabilidad de vida en los astros fuera del sistema solar.
Se acumulan, por lo tanto, evidencias de que abundan sistemas planetarios como el nuestro. Al fin y al cabo tanto el ser humano como otros seres vivos están basados en agua y en organismos moleculares. Nadie sabe cómo es de grande el universo, pero los astrónomos consideran que contiene alrededor de 100.000 millones de galaxias. A tenor de estas "astronómicas cifras" y de tantos indicios de vida sobre nuestra cabeza, la conjetura de que existan otros planetas habitados comienza a no ser descabellada.

Alientan todos estos datos, todas estas atinadas prospecciones siderales. Uno, en realidad, prefiere que no estemos solos, que haya otros seres más evolucionados que nos señalen Norte, que nos inviten a sus planetas con ríos cristalinos, a sus playas sin petróleo, a sus campos sin vallados, a sus ciudades sin miseria. Uno prefiere que haya otros seres con historias de cósmicos escenarios, con sueños sin techo y televisión sin disparos.
Uno prefiere que haya otros seres que nos sugieran como podemos vivir en paz, compartiendo abundancia, ayudándonos y no mortificándonos los unos a los otros. No se trata de simple turismo espacial, de satisfacer vanas curiosidades. Es una necesidad ya no de la mente, sino del alma de ensanchar horizontes, de unirse a más familias estelares; es un impulso vital de nuevos y estimulantes vínculos, de sugerentes e inimaginables escenarios.

Creo firmemente que esos otros seres existen, que carecen de extrañas antenas, pero no de rostros nobles, que nos guiñan en las noches estrelladas de verano, que nos alientan en nuestro, a veces, duro periplo terrestre. Anhelo firmemente ese instante en que abrazaremos otra piel, otros cuerpos lejanos, anhelo ese día en que veremos ensanchado el sueño de fraternidad a la medida del cosmos infinito.

 
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