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La bahía de los recuerdos

Sol y nieve a raudales. ¿Habría alguna geografía que se asemejara más al paraíso? Conducía a través de la sierra camino de su ciudad de origen. No podía detenerse. Tenía el tiempo justo para llegar a una reunión importante. No podía manchar los zapatos que por una vez había abrillantado con esmero. Eran las primeras nieves, los primeros alardes de inagotable blanco en la sierra.

Quisiera beber toda la nieve, impregnarse de toda su pureza. Quisiera ser rayo para abrazar todo ese inmenso blanco, hacerse con la infinita belleza que en cada curva salía a su paso. No entraba a través de sus ojos más deslumbre. “Algo ocurre cuando mutamos en alma que no acierta a expresar tanto agradecimiento”, pensaba en sus adentros “¿Cómo pasear esta gloria y no rendirse y no querer escalar la más alta cumbre donde esta nieve nunca se derrita, donde esta luz nunca afloje? Uno quisiera conducir siempre entre esas hayas ya desnudas, culminen o no en el paraíso.” Ya antes en el pueblo preveía deslumbre y cogió la máquina. Por más que se adentraba todos los años en ese hayedo de sol y nieve, siempre enmudecía. Disparaba como podía al tiempo que conducía, intento siempre baldío de intentar atrapar tan desbordada belleza. Disparaba una y otra vez como si todo fuera efímero, como si todo el escenario inenarrable pronto caducara. Disparaba sin salir del vehículo, sin tiempo siquiera para hacer unas fotos debidamente encuadradas.

Tras viaje gozoso y positiva reunión, dejó el coche. Pedaleó hasta las olas. Las había olvidado. Aún le acompañaba el eco de otras que explotaban bien lejos, en el otro extremo de la península donde mostraban toda su espuma, donde no escatimaban fuerza y coraje. Candó la bici y se metió en una cafetería en medio de la bahía. Se regaló un buen rato en una mesa frente al mar. Desenvainó portátil. Por suerte no había un wiffi que le despistara, que impidiera al alma abrirse y volcarse en medio de ese lugar tan privilegiado. Sonaba para colmo Pablo Milanés. Supo entonces que no pararía de teclear...

Se abalanzaron tantos recuerdos que para cuando se dio cuenta el té ya se había enfriado. En realidad se había metido sin darse cuenta en un túnel del tiempo. Estaba donde todo empezó. Justo a pie de la arena, justo en el lugar donde disfrutó con sus hermanos tantos veranos. Allí al lado, un poco más adentro en el agua, braceó, se dirigió Dios y renegó de Él. Era ya adolescente cuando en mitad de la bahía Le habló en voz alta, Le exigió pruebas que les permitieran seguir juntos. Nadaba en una de las bahías más bella de la tierra y pensó que el Invsible no le proporcionaba esas pruebas. Le dijo que se olvidara de él. Ahora volvía a la misma bahía con una disculpa que no cabía en sus labios, en los dedos que tecleaban aquellas letras: “La culpa es de ese sol y de esa nieve, de esos bosques desnudos y esos inviernos inmortales capaces de devolver la fe al más alejado. La culpa de estas bahías de ensueño, de esos otros tantos instantes de éxtasis en medio de la naturaleza majestuosa que me obligaron a reandar los pasos, a volver al punto de partida; que me hicieron reparar en el desvarío.”

Todo estaba bien, sonaba una música maravillosa. Se le calentaron los pies y aún estaba a tiempo de corregir tantos, tantos errores del pasado. A la noche acompañaría a un padre que lo dio todo por sus hermanos y por él. Al día siguiente pasearían juntos con el carro por una ciudad maravillosa. Todo estaba bien: “Nunca es tarde para volver a empezar, para rehacer los días, para dejar entrar dentro más luz, más nieve, más armonía, más pureza… Nunca es tarde para coger el coche y pisar el acelerador hasta ser todo, todo agradecimiento. Nunca es tarde para ser más y más con esa Vida que por doquier explota en perfección y generosidad; con esa Madre Tierra, Amalurra, que ya en invierno, ya en verano, nada pide y todo. todo lo entrega a cada instante.”

 
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