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De la India cargados de silencios

Apuntes de viaje  
Venimos cargados de abultados silencios. Ni en el lujoso aeropuerto de Bombay los interceptaron. En los innumerables controles que hubimos de atravesar no nos preguntaron por ellos. Dejamos botellas de agua, tijeras, comida…, pero los silencios burlaron sin problema alguno todos los controles. Ahora aquí, cuando toca desempaquetarlos, cuando llega el momento de abrirlos, no nos atrevemos a soltar sus lazos. Las letras no acuden. El reporte se retrasa a la vuelta de la India. Amenazan crónicas críticas, apuntes severos y por eso uno se demora en ponerse a la pantalla y deshacer el lazo. Ya de vuelta para casa, nos asalta el mismo sabor agridulce de otras veces en las que hemos viajado a la India o Nepal. Nos queda por descubrir la India de postal de colores, de Taj Mahal y amables shadus ante las cámaras. ¿Será que siempre erramos en el punto de aterrizaje? ¿Será fijación en esa India de pobreza? El caso es que no nos la quitamos de encima, que no nos podemos sacudir tan fácilmente el dolor, a veces teñido de cierta rebeldía, por todo lo contemplado.

Global and Reserch Hospital de Mont Abu y Abu Road

A menudo más importante que administrar las palabras, puede ser manejar sabia y oportunamente los silencios. ¿Debe haber palabra más allá de la alabanza? Seguramente sí, pero cada quien tiene su propia cuota de denuncia, de firmeza y puede sentir agotado ese cupo. Por de pronto deseo abrirme en alabanza que es la primera demanda del alma. Me abro en admiración y elogio para con la labor encomiable que desarrollan los profesionales y voluntarios del “Global and Research Hospital” de Mont Abu y Abu Road que fuimos a conocer. La inmensa mayoría pobre de esa región del Rajastán tiene quienes velan por su salud de forma profesional y al tiempo generosa, con evidentes buen hacer y voluntad de servicio. Gracias porque su fuerza y su fe, forman también ahora parte de la nuestra, gracias por esa entrega ejemplar a los mas desfavorecidos que se nos ha permitido testificar.

En medio de la pobreza emerge la esperanza en forma de sencillos hospitales, donde se integran ejemplarmente la medicina oficial o alopática y la alternativa. Fundación Ananta (www.fundacionananta.org) va a centrar en estos hospitales, así como en la escuela de enfermería cercana, buena parte de sus esfuerzos solidarios. Estos establecimiento están regentados por la Asociación internacional Brahma Kumaris. Espero en los próximos días poder realizar un reportaje pormenorizado de estas visitas y así animar a la solidaridad con esta noble causa. Javier León por su parte realizará también un vídeo.

Aldeas del Rajastán

Cuando hubieron terminado las visitas, salimos al paso de la sorpresa en los caminos, al paso de las gentes con los caramelos en la mochila y la nariz roja en el rostro... Dios apareció con toda la fuerza de Su magia y sorpresa, Dios se manifestó en esas sonrisas transparentes, claras, redondas de los niños... Volvíamos al asrham agotados, pero inundados de ese gozo, que se mezclaba con el polvo y con la suciedad de los asentamientos, algunos miserables que recorrimos. Sí, el Misterio parecía presente en esos asentamientos, a la vera de ese fuego del atardecer donde se reúnen las familias más humildes…

Vivimos también momentos mágicos con esas bicis-tanque que nos prestaron. Estábamos deseando que brillara el sol para salir por los campos a pedalear y a cada pedalada seguir dando gracias y con nuestras narices de payasos seguir saludando y bromeando con toda esta gente tan humilde como entrañable. Estábamos deseando que amaneciera y pedalear sin parar hasta la última aldea de aquellos secos páramos. Al cedernos las bicicletas nos avisaron de las cobras y los osos por los caminos de polvo. No dábamos crédito. Así que pedaleamos dispuestos a pintar de rojo también la nariz del primer oso amable que tuviera el valor de salirnos al paso...

Como bien comenta mi compañero de viajes, Javi, la India no deja indiferente a nadie. La India asalta y golpea; maravilla y embelesa por donde sea que la aterrices, que llames a su puerta. No hemos pedaleado por India; la India nos ha pedaleado, asombrado, derrotado... La India es aquel lugar en el que el Cielo y los avernos se mezclan a cada instante, de forma que a menudo puedes llegara a perder fácilmente la orientación. Cielo e infierno mezclan sus colores, sus sabores, sus olores y paisajes... Mont Abu era zona de cacería en los tiempos de la colonización inglesa, pero la pobreza y a menudo la miseria mantienen aún afianzada su colonia por demasiados lugares.

No sé si venimos de la pura gloria, o de las geografías mas castigadas. Ni el largo viaje de vuelta nos permite procesar todos los impactos de uno y otro orden. Quiere, pero aún no lo logra, calar toda la enseñanza de estos días. “Ahora sólo ingerimos, en breve, cuando se enciendan los motores de la aeronave comenzará ese procesamiento indispensable. Gloria al Cielo que ha querido colmarnos de tantas y tan profundas experiencias a lo largo de todos estos intensos días. !Podamos estar a la altura de todo lo grande que se nos ha dado...!”, escribía en el diario.

Recuerdo con especial cariño los caminos de la tarde tras esas jornadas de intensas visitas. Los pasos levantaban otro polvo. Otra oración ganaba igualmente los labios a lo largo de esos senderos tan inundados de luz. No eran las encinas de las Améscoas las que se erguían a la vera de unas animadas veredas. Eran orgullosas palmeras las que las niñas agitaban para sacarles sus frutos. La vida en la aldea es muy pobre, pero digna. Las familias pueden sólo disponer de cuatro enseres para cocinar, pueden dormir en una misma esterilla sobre el suelo, pero disfrutar a su forma de la vida. Pueden desarrollar un cordial diálogo con la Tierra que les rodea, con los elementos y los reinos. Hay una estrecha relación entre el microcosmos humano y el macrocosmos. Todo ello se corta, cuando la familia deja el campo y pasa a engrosar los slums de las grandes ciudades. Ese diálogo se interrumpe. Es cuando el estruendo y el hacinamiento abortan ese vínculo imprescindible.

Duras condiciones de trabajo.

Las anotaciones que escribí en India apenas consiguen emprender vuelo. Es verdad que cada quien se queda con aquello en lo que pone el foco. Hemos pasado muy gratos momentos en los recintos de Brahma Kumaris, hemos disfrutado de paz, belleza y enseñanza, pero este privilegio estaba acorralado. Nada más salir del asrham o recinto espiritual nos asaltaba una realidad bien cruda. Las mujeres trabajando de peones es una de las imágenes que se nos han quedado más fijas en toda nuestra estancia. Sin embargo, ni en esas muy duras condiciones laborales, renuncian a la nobleza que les proporciona su porte, sus sharis impecables.

Hay una nobleza que llevan dentro, aunque ocupen el último escalafón en la jerarquía de trabajo. Las mujeres realizaban las tareas más penosas de mezcla del cemento y de acarreo del mismo. Lo llevan en unos baldes sobre la cabeza. Así todo el día. ¡Dios mío, antes que la India se lance a Marte, hormigoneras para hacer la vida más agradable, carretillas para facilitar el trabajo! Los hombres hacen en las obras las labores especializadas, mientras que las mujeres hacen todo lo de peonaje. ¿Lo que habrá debido llevar sobre la cabeza cada una de esas valientes mujeres para ganarse un jornal? ¿De cuánto será ese jornal? ¿Cuántos kilos, toneladas de piedra y de masa acarreada para llevarse a casa un puñado de rupias? De vuelta en casa, me asalta una y otra vez la memoria de esos rostros tan castigados, tan tristes.

Dura urbe india

¿Porqué se nos hacen tan rápidamente insoportables las ciudades indias? Porque nos saturan tan pronto, porqué esas ganas de huir al hotel y cerrar los ojos y olvidar todo lo visto y pedir por un porvenir diferente para toda esa gente que malvive en las calles. En el trayecto de cinco horas de Mont Abu a Ahmedabab, en un ciudad muy congestionada nuestro vehículo tocó el vehículo de otro. No le dejó marca alguna. Ya fuera del coche un tortazo en la cara fue la mejor respuesta del chofer del coche supuestamente agraviado. Afortunadamente nuestros chófer no le devolvió. Ésa es también la India, por más que la queramos imaginar idílica, bañada de incienso a los pies de los más grandes gurús que siempre han sido.

Cuando llegamos a Ahmedabab, Javi se quedó en el hotel descansando. Yo me fui a caminar, pero al rato ya estaba de nuevo de vuelta. Apenas caminé por esa ciudad tan alejada de la mano de Dios. De nuevo el mismo deseo de huir lejos que asaltaba en Calcuta o Bombay; la misma saturación de polvo, ruido y suciedad por todas partes; el mismo anhelo de rendirte al cansancio, al sueño y volar muy lejos de esta geografía asfixiante.

Hemos paseado a gusto las aldeas pobres, jugado con los niños, departido con sus jóvenes, bromeado en sus fuentes. En realidad allí no tienen nada. Hemos entrado en sus habitáculos de 3 por 4 metros, con un hogar en un rincón, pero afuera tienen el sol y más allá el río con agua y por doquier la paz y la naturaleza. Pero en la gran ciudad no gozan de nada de eso. Es la misma miseria, pero sin un sol que acariciar las mejillas, sin una naturaleza con que maravillar los ojos, sin una paz que meza el alma…

Cae la tarde a la vera de la avenida ensordecedora. Algunas mujeres libran un espacio sin basura. Es ahí donde instalan su ventilador de hierro, prenden el fuego y cocinan la cena. Hay muchas formas de atardecer a lo largo y ancho del mundo. Seguramente no es el sofá con la televisión delante, seguramente no es cuestión de comida rápida mientras que repasamos los posts del twiter o facebook, pero quizás tampoco es esa convivencia tan estrecha con el polvo, la suciedad y el ruido. Hay otras formas de despedir el día, de gozar de la sagrada hora del atardecer…

¿Será ésta la misma nación que fabrica bombas nucleares? ¡Antes que esos mortíferos y diabólicos artefactos, ropas sin mugre para los niños, antes un poco de luz y prosperidad en medio de tan atroces asfaltos! No paseo más esas avenidas tan poco sugerentes. La jornada se acorta de forma inevitable. Cansancio y desolación corren el telón del día antes de la hora. A veces vence el panorama de afuera.

Al día siguiente muy oportuna una gran familia de monos vino a llamar literalmente a nuestra ventana. Estaba en unas ramas que pegaban a nuestra habitación. Les dimos comida y pasamos el tiempo observándoles, aprovechando el lujo tenerlos justo al otro lado del cristal. No parece que estemos muy lejos de ellos. Seguramente era antes de ayer cuando nosotros también nos desplazábamos a cuatro patas, cuando aún no habíamos erguido nuestra columna vertebral y pasábamos las horas muertas quitándonos unos a otros las pulgas y dábamos de mamar de esos pechos tan flácidos…

Lujo de Bombay

Disfrutamos en el “Lotus House” de Brahma Kumaris de la última comida india. Apuramos hasta el último bocado a sabiendas de que no tardaríamos de echar en falta tan sencillos, como deliciosos mangares. Después comienza el largo peregrinaje por los aeropuertos de Ahmedabab, Bombay y Munich y sus agotadores controles. El lujo del nuevo aeropuerto de Bombay, nos da un último zarpazo en nuestra mirada a medias asombrada e indignada. El pesado avión de Luftansa despega y apunto en el cuaderno: “Dicen que allí abajo, en medio de todas esas luces duermen más de 25 millones de habitantes. Privilegio de altura que borra toda la sordidez y penuria. Esta vez sólo estamos de paso en Bombay. No hemos de taparnos los oídos y la boca a la carrera por sus ensordecedoras calles.”

Cuando las azafatas nos pusieron delante esa bandeja llena de los múltiples plásticos y envoltorios conteniendo un comida artificial, echamos en falta esa otra bandeja grande y diáfana con ese sencillo arroz con dhal que nos ha mantuvo fuertes a lo largo de todos los días. En mitad de todos los aprendizajes, no son pocos los que se refieren a la necesidad de tomar nota de esa cocina india tan sabrosa, como completa, sencilla y sana.

Aterrizamos en el frío occidente. Desde el avión, la sierra de Madrid exhibe su blanco amenazante. No hay vuelta para atrás. Hay que buscar guantes y bufanda; hay que desembarcar necesariamente en este invierno.

 
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