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Tú primero

Europa va poco a poco recuperándose después del “seísmo” francés. Tras el “horror ante el retorno del neofascismo”, “la bofetada a la democracia”, “la bomba en las urnas”,… se impone la reflexión sobre las razones del sorpresivo fenómeno. Como han coincidido la inmensa mayoría de los analistas, el avance del populismo nacionalista tiene su más inmediata lectura en el incremento de la intolerancia, el temor al extraño, el miedo al compartir, la incertidumbre de que el bienestar se vea recortado…

El objetivo más concreto de quienes han votado al veterano político ultraderechista es el de frenar el flujo de emigrantes, muy en especial el de aquellos de origen norteafricano.

La consigna lepenista de “los franceses primero” ha calado en la quinta parte del electorado galo. El candidato ultraderechista a la presidencia blandirá de nuevo esta máxima en su duelo con Chirac del próximo 5 de Mayo. Sin embargo la ley del “primero los míos y después los demás” no sólo es invocada por la ultraderecha, es un lema que no sólo encontramos en boca de los nostálgicos de imperios y de patrias puras.

Cuando los tanques de la estrella de David se emplean a cañonazo limpio contra las humildes viviendas de los refugiados palestinos, cuando se lanzan a una basta operación de tierra quemada con saldo de centenares de víctimas inocentes, la mayoría de los israelíes esgrimen la misma y peligrosa consigna: “nuestra seguridad es lo primero”.

Cuando Umberto Bossi confiesa su tentación de bombardear los barcos atestados de emigrantes que se acercan a las costas de la gran bota, entona la misma cantinela: “los italianos primero”.

Cuando los americanos no rubrican el tratado de Kioto, porque de esa forma se verían en la obligación de restringir la emisión de sus gases contaminantes y atufarnos un poco menos, acotando su disparatado consumo, están también pensando en esa misma clave insolidaria. Cuando los españoles nos empleamos en la caza de los “sin papeles” nuestro comportamiento no es mucho más generoso.

Hombres y pueblos cerrados sobre sí mismos y sus intereses, u hombres y comunidades abiertos y dispuestos a pensar en común y a compartir, he ahí la gran disyuntiva de nuestros días, he ahí el debate de fondo que debería de suscitar el “shock” de los comicios franceses.

El resurgir del populismo de extrema derecha muestra un creciente rechazo al nuevo rostro multicultural de la sociedad europea. El vertiginoso progreso de un político poco amigo de los emigrantes indica que los valores de la tolerancia y la hospitalidad están amenazados en el país que fue cuna de libertades, así como en todo el viejo continente. Le Pen asciende porque muchos franceses sienten nostalgia de una patria no compartida. El excombatiente de Indochina y de muchas batallas políticas, piensa que poniendo en la escalerilla del avión a los tres millones de extranjeros que viven en Francia podría resolver los problemas de la inseguridad y el paro.

Las naciones, al igual que los individuos, mantienen un ancho de puertas abiertas. Esta apertura mide su nivel de hospitalidad, su voluntad de hacer un hueco a los desheredados de la tierra. El triunfo de la ultraderecha supone el deseo creciente de cerrar y blindar esa puerta. Sin embargo no hay progreso posible para una Europa acorazada. “Los franceses primero”, clama un Le Pen ignorante de que ya no es posible un futuro de primeros y segundos. Nadie es primero o lo que es lo mismo todos somos primero. Comenzar a pensar en clave global, más allá de los propios y en ocasiones mezquinos intereses, no es sólo nuestro gran reto evolutivo, es nuestra ineludible condición de subsistencia como humanos. Sólo hay mañana si nos ponemos a trabajar con una perspectiva de progreso comunitario. En un mundo absolutamente interconectado, pensar en el propio bienestar, es pensar en el de toda la humanidad.

¿Pero dónde arranca ese miedo carpetovetónico a abrir las fronteras? Las sociedades occidentales no son un pastel que merma con la entrada de unos emigrantes que representan parte importante del motor de su economía. El pastel puede aumentar y multiplicarse a nada que nos empeñemos en más ambiciosos programas de desarrollo en el Sur. Por lo demás, demasiado a menudo olvidamos esa suerte que consiste en poder compartir nuestro amplio margen de confort.

Nos lo vienen advirtiendo desde comienzos del siglo pasado. Así se pronunciaba en la Inglaterra de entre guerras la escritora Alice A. Bailey: “Mientras existan las extremas riqueza y pobreza, los hombres no podrán alcanzar su elevado destino”. En el gran granero planetario hay para todos. Sólo hace falta un poco de racionalidad en su distribución, sólo es preciso asegurar su reaprovisionamiento (desarrollo sostenible).

Por más que las urnas se llenen de nostálgicas papeletas, ya no hay vuelta para atrás en la construcción de una Europa cada vez más unida y a la vez abierta. No hay retorno en la globalización de la prosperidad, en la construcción de un planeta más solidario. Avanza el “Otro mundo es posible” de las pancartas de Barcelona, por más que a algunos les entre vértigo y quieran retornarnos a un continente desmembrado, con naciones regodeadas en su ombligo. Ya no es posible encerrar el bienestar dentro de unas fronteras herméticas, mientras que, allende la geografía del privilegio, campa la necesidad, cuando no la miseria.

La misma noche de la convulsionadora noticia, Chirac lanzaba un apurado llamamiento ante el ascenso de los votos de la intransigencia: “Francia os necesita. Francia está en vuestras manos”. Bien podríamos hacer una lectura no electoral y más amplia de las urgentes palabras del presidente francés: el mundo necesita de hombres y mujeres con profunda fe en una Europa y una humanidad unidas, gentes de buena voluntad persuadidas de la necesidad del compartir y abrir los brazos al foráneo, el mundo está en manos de gentes que sientan, piensen y actúen en clave planetaria.

En ese mismo discurso, Chirac con su elocuencia “gaulista” se refería a la necesidad de devolver la grandeza a Francia. Sus palabras no estaban tampoco exentas de una cierta nostalgia. A estas alturas convendría comenzar a medir la grandeza de un país no por sus anales de hazañas bélicas, ni por el relicario de gestas pasadas. La grandeza de una nación bien podríamos ajustarla al tamaño de su corazón. El trato dispensado al emigrante que llama a sus puertas es quizá la mejor medida de su “grandeur”.

Por su parte un Le Pen eufórico, parafraseando al Papa, clamaba dirigiéndose a sus simpatizantes en la noche del triunfo: “no tengáis miedo”, “cruzad el umbral de la esperanza”. El veterano líder nos ha mostrado también estos días que los más estrechos e interesados sentimientos pueden ser vestidos de aparente nobleza. Todos sabemos que en realidad tan sólo esbozó un pequeño umbral que demanda de apellidos franceses para poder disfrutar de una muy particular y chauvinista esperanza.

Hay otro umbral de infinito arco, al que todos sin excepción somos llamados. Ante ese ancho umbral se abre una convivencia más prometedora, una esperanza más genuina, una gloria más de todos: “Tú primero, hermano, tú y tus hijos que están más necesitados, tú y tu porvenir, tú y tu jardín, tú y tu canto, tú y tu mirada sureña sobre el mundo. Porque cuando tú y tu pueblo progresan, progresamos todos…”

 
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