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La pelea agotada de Otegi

Hemos escrito muchas letras pidiendo la libertad de Arnaldo Otegi, encerrado durante seis años y medio por el "delito" de su importante contribución a la paz en el País Vasco. Nos alegramos de que el líder independentista esté con los suyos, fuera de una prisión en la que nunca debió haber entrado. Sonreímos con él, sonreímos porque la sonrisa es la mejor respuesta a la contrariedad, a la dificultad. Sonreímos pero no vamos a pelear, como él también nos recomienda, no vamos a ganar por lo menos sobre nadie, si es caso sobre nosotros mismos.

La prisión no ha agotado en el incombustible líder abertzale las ganas de pelear. Desde las puertas de la prisión llama a seguir la batalla, como si la sombra hubiera sido en balde, como si sólo hubiera sido un paréntesis. Dejando a un lado el hierro y el plomo, insisten que hay que seguir batallando. La salida de Otegi tiene ese sabor contradictorio. Nos alegramos de que uno de los últimos presos de conciencia salga en libertad, pero echamos en falta una autocrítica que llegue hasta el final, por supuesto que vaya acompañada de una exigencia de disolución de la organización violenta. Dada su autoridad moral en el entorno radical abertzale, esa exigencia no caería en saco roto.

Pese a todos los acosos y varapalos, les honra la constancia y el coraje de haber sabido mantener encendida la llama de una causa, pero a esa causa no le podremos poner mayúsculas. Por mucha épica de la que la rodeen, siempre irá en minúsculas, a veces en la diminuta minúscula de quienes tanto hicieron doler al adversario para promover sus ideales. La superación de la batalla, de la división y el odio que la acompañan, constituye el mayor desafío humano. El reto más importante que afrontamos en nuestros días es el de dejar de pelear con el que siente o piensa diferente, con el que es de otra clase, de otro país, de otra religión, de otra raza, o simplemente de otro equipo de fútbol… La historia del humano no es más que el prolongado ensayo de resolución pacífica de los conflictos; es el paulatino acercamiento al alto ideal de fraternidad humana, sin fronteras de ningún orden.

La "lucha" teje sólidos compañerismos. El tan difundido abrazo entre Permach y Otegi puede fácilmente llegar a emocionar. Es gente dura, valiente que ha sabido afrontar grandes penurias por sus ideales, pero les falta la suprema valentía de la expresa y rotunda condena de la barbarie de ETA, les falta afrontar sus vértigos, deshacer sus históricos nudos. Tras el merecido abrazo en recién estrenada libertad queda ahora, no más lucha, sino la revisión condenatoria de la trayectoria de violencia, la superación del esquema de radical confrontación. Hay muchas víctimas de la organización violenta que no podrán abrazar a sus familiares y contra ese atropello cometido en el pasado por sus correligionarios, no hay aún un firme pronunciamiento de los independentistas.

Necesitamos victorias amables, colectivas, por supuesto sin restos de plomo. “Sonreíd que vamos a ganar” dice el preso por fin liberado, ¿Y si la victoria en realidad fuera un expirar de la ira, un agotamiento del rencor, una la desaparición de la idea del enemigo? Creemos en el despertar de una sonrisa plena asociada a una victoria más permanente. A la postre la auténtica victoria quizás tenía más que ver con el aflorar en nuestro interior más compasión y comprensión. Ya no nos tentaría la inmemorial contienda. A la salida de las sombras, al dejar atrás las cárceles físicas o mentales, repararíamos en un campo de batalla helado, desolado, vacío de adversarios en todos los ámbitos.

Avanzamos, en la geografía grande y en la más chiquita, hacia una superior Causa de anhelada reconciliación; progresamos lentamente hacia un nosotros sin exclusiones. Habrá un día en que ese abrazo no tendrá fronteras. Será también para con el policía y el guardia civil, para con el adversario social, nacional, político… Entonces habremos ganado, no sobre nadie, sino sobre nosotros mismos y nuestra dificultades para universalizar ese estrecho vínculo humano.

 
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