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Cuando las olas vuelan

Han sido precisos varios días para comenzar a digerir mentalmente la enorme marea, para poner a caminar estas palabras por la orilla de la esperanza. Por más que hayan crecido y rugido las olas, el mar seguirá meciendo con amor a nuestra humanidad. La vida retornará poco a poco a las costas lejanas, mas el mensaje de ese océano desbordado perdurará en el tiempo.

En la escapada de fin de año, miro la raya del Cantábrico desde una Donosti que se sacude poco a poco los vapores de la fiesta. Pido que esa línea quieta del horizonte no se nos eche nunca encima, que el mar nos siga encantando, ya no vapuleando. Pido que en sus lecciones de mañana no arremeta contra las costas de nadie, que no debamos remontar colinas y montes en corrida desesperada.

En la primera mañana del año, ante una bahía que, aún tierra adentro siempre me acompaña, pido mareas amables y no maremotos de furia, destrucción y muerte. Ante ese cuadro familiar de belleza inmensa, ante esa estampa de ensueño que defienden con celo Urgull e Igueldo, pido susurro de olas y no horror de “tsunamis”, pido que la humanidad comprenda sin necesidad de tanta avalancha de océanos. Ante esa orilla en calma de invierno, a la que corro en cuanto puedo, pido bahías de paz y arenas de gozo para todos, pido que no medie más horror, que la humanidad concluya, más pronto que tarde, que la Tierra es nuestra Madre y que debemos cuidarla.

Silenciados por una espléndida mañana todos los petardos y cohetes, desde la barandilla de la Kontxa, pienso en los cinco mil kilómetros de costa devastada. Mientras se adentran en sus frías aguas los primeros y valientes bañistas del año, pido por las vidas que volaron y las barcas que se hundieron en costas menos privilegiadas, pido por los hogares sepultados y los futuros amenazados, por los familiares y amigos de quienes tragó el agua enfurecida… Pido por los cinco millones de personas sin hogar de retorno, por quienes ya no tienen redes para echar, ni pescado para recoger, por quienes maldicen el mar, por quienes aún le miran con ira, por quienes ya no bajan a sus orillas… ¡Que el dolor por los más de 150.000 ahogados, no nos impida ser agradecidos con unos mares que a tantos miles de millones de seres aún sostienen!

¿De dónde arrancó la fuerza inconmensurable de las olas gigantes? “¿A dónde se ha ido Dios?” preguntan, quienes el agua les privó de sus seres más queridos, quienes en segundos se convirtieron en errantes refugiados sin techo, quienes sus barcas de ayer son sólo tablones a la deriva…

Pese a las dimensiones de la catástrofe, no conviene abusar de las anchas espaldas del Innombrable, cargarle semejantes estragos. Esos daños y “pagos” no se ajustan a Su naturaleza de infinito amor. Reparemos más bien en nuestros pensamientos negativos que perturban el equilibrio de la naturaleza. No hay determinismo divino, sino más bien egoísmo humano, acumulación de vibraciones nocivas, a la postre capaces de producir tremendos cataclismos… No ya sólo los místicos y espiritualistas, sino los propios científicos subrayan las consecuencias de los pensamientos, tanto positivos como negativos, en el medio ambiente que nos rodea.

¿Qué quiso expresar la mar, por qué ese alarde de fuerza destructora…? ¿Por qué levantó tanto su voz, por qué ese golpe de océano en medio de la Navidad tropical? ¿Será que se colmó su paciencia, que quiso limpiar en última instancia polución mental y residual, materialismo abusivo…? ¿Será que quiso frenar devastación humana, violencia, guerras…, que no encontró otra forma de hablar y ser escuchado? Mas por vasto que sea el océano, no alberga simas de odio…

Agotadas las preguntas, a falta de respuestas para todos, enmendemos los errores de esta civilización depredadora…, retornemos con canto de paz y hermandad a las orillas, con convencimiento de que la Tierra es sagrada y debemos sanarla de nuestros errores y desatinos.

Conjuremos el determinismo y la impotencia, pues mucho es lo que podemos hacer para evitar esta continua sacudida de catástrofes “naturales”. Kyoto es una ineludible asignatura que ya miran con atención las generaciones venideras, es el principio de la esperanza de un mañana sin sobresaltos, sin excesiva preocupación por la “línea del horizonte”.

Construyamos ya una sola Tierra, una humanidad en armonía con la Naturaleza, sin necesidad de tanto azote. Aflore el corazón uno de la entera humanidad, pues los “tsunamis” tampoco repararon en nacionalidades. Ya no hay razas, las mismas olas ahogaron e igualaron los colores.

El mar llamó a costas lejanas, pero también a las conciencias de todos; sacudió de lleno el sudeste asiático, pero también la interna geografía del planeta. Llegó, rompiendo todos los diques, alma adentro. No retorne volando, no arrase de nuevo. ¡Que los 2.000 millones de dólares de ayuda internacional conseguidos en el arranque del año se multipliquen! ¡Nube de aviones sobre geografía tan castigada, que renazca la humanidad una tras brutal bautismo, que nunca jamás necesitemos de tan violento baño de aguas…!

Blindemos nuestras costas con pensamientos de solidaridad humana y de amor a la Madre Naturaleza. Por las aguas que a todos los humanos nos unen y nutren; por la esperanza renacida en los cuerpos y las almas heridas; por la continuidad de la vida en las costas y en el corazón de los bosques; por el fin del espoleo humano, el saqueo y la avaricia de recursos naturales; por la Madre Tierra que brotará de nuevo allí exuberante en su belleza.

¡Arrullo de olas por siempre…, baste esa bofetada brutal, ese maremoto bíblico que se abalanzó sobre orillas ya de todos, sobre arenas de tan adentro! El mar no rehusa ningún río, ningún caudal de agradecido pensamiento, ningún recuerdo sentido. ¡No olvidemos que el/ella sostiene la vida, por más que por un instante, en medio de la eternidad, haya parecido detenerla!

 
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