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Rencores caducados

Golpean nuestros oídos desacostumbrados los cañones que burlaron el pasado. Un humo denso inunda el ajado lienzo de la memoria. El griterío de la población despavorida se cuela entre los estallidos del ahora. Sólo el ensordecedor estruendo de esos cañonazos es capaz de abrir las puertas del averno antiguo, de transportarnos al horror del momento; sólo las velas y los cantos son capaces de sugerirnos el caro interludio de la paz.

Siempre recordar. Somos porque fueron y fueron con valor, con confianza y heroísmo. Gozamos de este presente, porque se armaron de fuerza. Gozamos de ciudad porque no se derrumbaron ante las cenizas, porque decidieron en una cercana Zubieta reencontrarse con el futuro. ¿Qué hacer con el saqueo antiguo, con la ignominia de otrora? Seguramente seguir la senda de nuestros mayores. Cargados de fe y esperanza mirar siempre hacia adelante.

El futuro ya nos ha alcanzado. Necesitamos la historia clara, libre de nubes y tergiversaciones. Necesitamos del recuerdo para honrar a quienes se levantaron de entre la destrucción y la muerte. Lo necesitamos para valorar el ahora. Por el contrario el rencor ya nos sobra. Se quede allí abandonado entre cenizas y ruinas, en los más lúgubres rincones de la historia. El rencor quede atrás, que nosotros nos quedamos con la brava ciudadanía que renació de entre la nada.

Siempre memoria. Sumando primero las pólvora y los estruendos, sumando después los labios mordidos y las rabias contenidas, las velas y los cantos…, podamos tomar medida al presente y así aprender a amarlo y apreciarlo. Bienvenidos los carteles y periódicos que recordaban en la parte vieja el luctuoso 31 de Agosto de 1813, que ponían luz sobre la verdad de lo ocurrido, sobre ese trágico episodio durante tanto tiempo tergiversado. Bienvenido el recuerdo, que no el resentimiento. ¿A quién pedir cuentas cuando la historia se esconde tan lejos? ¿A quién pedir responsabilidades, cuando la triste crónica se parapeta en las estanterías más remotas de las bibliotecas?

Estamos en esa ceremonia cívica de recuerdo y honra a los valientes antepasados, en ese acto de paz y repulsa de la guerra y sus excesos. Se van encendiendo las velas a lo largo de única calle que entonces quedó en pie. En medio de un fondo de masivo silencio, comienza a elevarse el “Maitia nun zira”… de los labios de una coral donostiarra. La sola música de un amor perdido y el fuego contenido y apaciguado de las velas son capaces de activar el principio sanador de un perdón siempre necesario.

Honor a los que reconstruyeron, a los que miraron al frente, a los que se sobrepusieron a la barbarie, a los que tras el horror tuvieron el coraje de soñar ciudad, de visionar futuro, a los que en medio de la desolación pensaron que las nuevas generaciones necesitaríamos hogar y bahía, brisa marina y paz. Después de dos siglos, ¿qué haremos con los otros, con los que asaltaron, saquearon y violaron? ¿Qué haremos con ese rencor que aún asoma en la información sobre el tema difundida? Seguramente apagarlo. Los rencores debieran tener más temprana hora de caducidad.

Ya no queda nadie tras las puertas de las responsabilidades antiguas. Las viejas cargas caducan en el instante en que comenzamos a perdonar. Cubra la pomada del perdón la entera piel de la cruel y convulsa historia. Las heridas cerradas no tienen por qué ser las heridas olvidadas. Perdonar no es acallar, porque entonces todo lo vivido sería en balde. El olvido es un lujo que no se permite un pueblo agradecido.

Siempre presente la memoria, pero ya no hay aldabas para llamar pidiendo cuentas. Ya no hay nadie tras las puertas de las responsabilidades de saqueos y horrores tan antiguos. Callan las canciones bálsamo del coro. Se van encendiendo las luces de la calle otrora afortunada y uno repara en la posibilidad de que todos estemos tras las puertas de algunas responsabilidades. Quizás hemos ido y venido de esa historia prendida de humo, quizás nunca la hemos dejado. Probablemente, como sugiere la tradición oculta, nunca terminamos de morir del todo. Seguramente en algún momento de la historia, quien más quien menos, todos matamos y fuimos muertos, forzamos y fuimos forzados, fuimos víctimas y también victimarios…

El mayor saqueo que podríamos sufrir sería el de la memoria. Se sigan encendiendo esas velas de la arteria privilegiada en los estertores de venideros Agostos. Ya sin necesidad de perseguir responsabilidades, de llamar exigentes a ninguna puerta. Sean llama de recuerdo y de perdón, de honor a los valientes. Sean llamada a salir de la espiral de la violencia, no invitación a permanecer en ella.

* El 31 de Agosto de 1813 San Sebastián vivió el día más amargo de toda su historia. El día pasado se cumplieron 204 años de la entrada en la ciudad de las tropas aliadas anglo-portuguesas y del incendio y destrucción de la ciudad en un trágico episodio de las guerras napoleónicas. Los cronistas nos hablan “de un largo y fatídico día para los donostiarras, que además de ver cómo se destruía su ciudad, tuvieron que sufrir los saqueos, violaciones y muertes de civiles inocentes. Los sitiadores, tras hacerse con la ciudad, incendiaron la urbe y sólo dejaron en pie uno de los lados de la actual calle del 31 de Agosto.” Desde hace décadas la ciudadanía donostiarra homenajea en esta fecha a todas las personas que entonces sufrieron la tragedia y que con un espíritu cívico, valiente y decidido consiguieron salir adelante y reconstruir la ciudad.

 
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