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“¡No cojáis esos trenes…!”

"¡"¡No subáis a esos vagones, los soldados franceses son vuestros hermanos…!", gritaba ahora hace cien años una heroica Roxa Luxemburgo. En las plazas, en las estaciones de tren alemanas se dejaba la garganta, se dejaba la vida. Pero subimos, subieron. En realidad hemos subido hasta ayer mismo a todos los vagones que nos llevaban a la guerra. Recién hacemos caso al llamado de la líder visionaria y de sus compañeros "espartacos" para evitar la conflagración fraticida.

Tras la fallida exhortación antimilitarista, vendrían los nueve millones de combatientes muertos, el hambre, la destrucción y las epidemias; gracias a Dios también los cuatro imperios menguados o desaparecidos. Ha tenido que pasar un siglo para saber que no deberemos volver a tomar esos trenes. Han corrido ya cien años, pero deberemos sujetar bien la memoria. El dolor multiplicado nos ha pisado hasta ayer los talones, el dolor masificado ha sido el detonador de una siempre cara comprensión colectiva. A la vuelta de siglos de confrontación tocaba abrazar ya una conciencia planetaria. Sólo se nos encendió la bombilla a punto de terminar de matarnos en esa guerra grande y en la que vino después.

Los aniversarios son una oportunidad para afinar el oído y tratar de atender a lo que nos susurra la historia. No prescindiremos del recuerdo de tal cúmulo de sufrimiento y por ende de enseñanza. Sin ésta última no podremos construir el otro futuro. Se cumplen cien años de aquellos barros, de aquellas trincheras en las que se desangró la juventud europea. De aquella orgía de mutua destrucción que sacudió el viejo continente, emerge una Europa cada vez más unida. Nadie se burle de las urnas que se abrirán el próximo Mayo. Nadie dibuje tampoco Europas imposibles, estamos de camino. 1914 era ayer mismo.

Volvamos sobre la historia para no tener que repetir el trance acontecido; para no vernos en la obligación de cargar de nuevo las bayonetas, salir de la infecta guarida y correr a matar al “contrario”, también hijo de una madre, también suprema creación de Dios. “Contrario”, “enemigo”… malditas palabras que permanecieron más tiempo de lo debido en nuestros vocabularios. Se graben en las retinas de los jóvenes aquellos escenarios de nunca jamás. Si sobreviene la amnesia, podemos atraer de nuevo a la catástrofe. Recordar aquellas trincheras para nunca más volverlas a cavar, para nunca más pelearnos contra el hermano, aunque hable otra lengua y vista otro uniforme. Recordar aquellos barros para nunca más hundirnos en ellos.

En el centenario de la primera Guerra Mundial, no sólo logaritmos y prospecciones de mercado, también memoria en las aulas. Hoy más que nunca humanidades en las institutos y universidades, para valorar el presente, para agradecer a quienes lo labraron en duros campos de tantas batallas. Bienvenidos los centenarios, si nos sirven para concluir que nada es gratuito y menos el ahora privilegiado; para tomar conciencia de la deuda nada desdeñable.

Se alejan aquellas cornetas y todas sus heridas, aquellas patrias y toda su servidumbre, aquellas trincheras y todos sus infiernos. Nunca más la guerra, menos aún de aquellas que no tuvieron ni principios, ni fronteras. Ceda aquella prehistoria del hombre contra el hombre. Que el dolor no haya sido en balde; que traiga su debida recompensa en forma de un continente de día en día más unido, en forma de perenne paz y sentimiento de profunda fraternidad.

 
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