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Más allá de la derrota

Llevamos toda nuestra vida aguardando esos titulares, esa portada que enmarcaremos en muros y corazones. Ninguna noticia pública nos haría quizá más ilusión que aquella que anunciara la desaparición definitiva de ETA, el abandono para siempre de su actividad violenta, la involucración de sus integrantes en el devenir político democrático.

Ese día la alegría no cabrá en nuestro adentro, sobre todo en el de nuestros mayores que tras la larga noche del franquismo, se encontraron con la vida social y política turbada y convulsa, privados del derecho a disfrutar de una plena paz.

El día del titular de la desaparición de ETA, se abrirá un futuro definitivamente diferente para nosotros y las generaciones del mañana. Al acercarse esa hora tan anhelada, observamos con preocupación como muchos políticos y analistas hacen frecuente uso de la palabra derrota. En estos momentos tan delicados como esperanzados, es preciso subrayar el sentir de que no necesitamos para nada una derrota de los violentos.

La historia sabe mucho del fatal error de las victorias de los unos sobre los otros. No queremos ufanas proclamas para la galería que abonan el terreno al resentimiento. ¡Quién gana con la derrota de los violentos! Lo importante es conquistar sus conciencias, no vencer contra ellos; ganarles para la vida política, no vanagloriarse de su fracaso.

Si ETA no se ha disuelto hasta el presente es más por una cuestión de puro orgullo. Cuesta reconocer lo baldío de tanto dolor y muerte. No se lo pongamos más difícil. Un orgullo herido hoy es semilla de violencia para el mañana. Por lo demás, si algo nos ha enseñado el paradigma de la globalidad es que aquí ganamos o perdemos todos. No los queremos derrotados, los queremos con nosotros, construyendo futuro, inmersos en la vida social y democrática. Una victoria sobre los otros, por muy equivocados que éstos puedan estar, nunca es duradera.

¿Qué haríamos con la victoria, siempre precaria, engañosa a veces también vengativa? ¿Qué haríamos con sus laureles con perfume de revancha? ¿Para qué nos sirve un triunfo a costa de los otros? Nos quedamos con la paz, con su fértil prado por todos conquistado, desde donde se yerguen los frescos tallos de todas las esperanzas.

No nos podemos permitir el lujo de infligir derrotas. No las queremos para nadie, ni siquiera para los que tanto sufrimiento han sembrado en nuestra geografía. Los queremos con nosotros en la vida cotidiana y en las instituciones.

No queremos la frágil paz que reposa en derrota, sino la paz perenne basada en el convencimiento de los violentos de la inutilidad de las armas. Dejemos la lógica de victorias y derrotas para generales insaciables, que nosotros sólo queremos las calles y plazas llenas de tolerancia, armonía y gozo compartido. Dejemos esa lógica para los profesionales de la beligerancia, que nosotros sólo queremos ver alzarse un sol para todos sobre un horizonte compartido.

¿De qué nos sirve una victoria de pecho inflado, pero de escaso corazón y nulo cálculo político? No sabemos de desfiles victoriosos, sólo del anhelo irrefrenable de superar frentismos y avanzar en concordia, sólo queremos ancha, duradera y generosa paz.

Han callado por dos años y medio las armas; lo importante es que enmudezcan para siempre. Para nada queremos ver de rodillas a quienes las empuñaron. Deseamos que rehagan sus vidas, que vuelvan a sus hogares, a sus parques…, a su verdadera razón de existencia. Deseamos que se reintegren en la sociedad con sus proyectos, reivindicaciones, con sus sueños aligerados de rencores y otros plomos. La humillación es antesala de nuevos conflictos; sólo cosecha rencor, ardor regalado para que tarde o temprano las armas vuelvan a ser abrazadas.

Las derrotas nunca preceden a la paz, son sólo meros paréntesis entre guerras; no resuelven conflictos. Sólo nuestro yo inferior puede desear claudicaciones humillantes. Nuestro ser más elevado puede incluso llegar a abrazar al pretérito adversario, perdonar sus barbaridades, invitarle a compartir un mañana.

Es preciso firmeza para no doblegarse ante importantes pretensiones políticas de la organización armada que no sean refrendadas por la mayoría de la población vasca. A partir de ahí se impone un ejercicio de generosidad, perdón y búsqueda de salida a las situaciones personales de los violentos.

Apoyemos al Gobierno del Estado en sus gestiones para que los violentos abandonen definitivamente las armas. Un Estado generoso es expresión del altruismo de sus ciudadanos. Zapatero tiene ante sí la oportunidad de consagrarse como un gran estadista capaz de arriesgar en la consecución del mayor de los logros, la paz.

La nueva etapa demanda importantes gestos políticos. La disolución de ETA debería animar al Gobierno a abrir las puertas de las cárceles, si bien es verdad que grandes delitos de sangre requerirán su tiempo de espera barrotes adentro hasta enfriar heridas. Sin embargo más allá de las medidas gubernamentales a adoptar, será preciso un enorme esfuerzo de reconciliación por parte de la ciudadanía. Las víctimas habrán de afrontar también el supremo reto del perdón, que no necesariamente del olvido. Ese titánico esfuerzo es, sin duda, su mejor contribución al mañana.

Después de innumerables vueltas, la política siempre retorna al corazón. Ahí se sitúa también el desafío de una paz que a todos nos tienta y calibra en nuestra capacidad de amar. Si nos graduamos promete ser duradera.

 
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