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El Secreto Destino de Luis IX

La historia de quien deseaba más ser rey de sí mismo que de los hombres, porque siempre buscó en su interior “la transparencia unificadora del instante”. Una aproximación a su biografía con dos partes diferenciadas: la primera canalizada por Meurois Givaudan y la segunda documentada históricamente. Un contraste que nos ofrece la imagen de un monarca que aspiraba a reencontrar la simplicidad de Cristo y que se ganó la fama de justo y bueno entre la corte europea.

LUIS DEL DESIERTO


¿Murió Luis IX en un Cartago asediado por la peste y el tifus, hostigado por las continuas incursiones de los “infieles”, o huyó al desierto aquel rey y santo sediento de soledad y de infinito? ¿Le pudo la fiebre del tifus, o se apoderó de él esa otra fiebre de Dios que le hizo escabullirse entre las tiendas de su campamento y salir a las arenas inmensas, cual errante peregrino en busca del encuentro con el Divino? ¿Optó por la nada quien fuera entonces el rey más distinguido, quien había ganado una fama de justo y bueno en todas las cortes europeas? ¿El que estaba al mando del ejército más poderoso de la tierra, se lanzó sólo, enfermo y desnudo al implacable desierto?

Esta es la historia de quien deseaba más ser rey de sí mismo, que de los hombres, por que siempre buscó en su interior “la transparencia unificadora del instante”.

Soldado o santo

La historia pone el fin de los días de este rey con fama de místico en el comienzo de su segunda cruzada, en el año 1250, a su edad de 53 años. Dos libros, que acaban de salir al mercado francófono, vienen sin embargo a alargarle la vida a “Luis del desierto” (Montreal. “Editions Le Perséa”). Este es precisamente el título de la obra en dos tomos que ha escrito el francés Daniel Meurois Givaudan.

Pareciera que nuestros tiempos están también llamados a revelar segundas y aleccionadoras partes. El escritor de temas espirituales afincado en Canadá ha dado luz a una singular biografía de quien ha pasado a la historia como prototipo del rey justo y bueno. La obra es fruto de sus asiduas visitas a los denominados “archivos akásicos”, también llamados por la ciencia esotérica "archivos de luz". Se trataría de unos archivos alojados en otras supuestas dimensiones, que contendrían una información grabada en un "éter" imperecedero.

Historia o fabulación la narración no deja de ser apasionante. La gran profusión de detalles, la gran viveza del relato, nos invitan a creer que en verdad existen esos misteriosos archivos y que Meurois Givaudan ha vuelto a obtener otro salvo conducto, gracias al cuál ha escrito esta nueva y reveladora obra. Verdad o mentira lo que si es cierto es que el autor nos empuja al escenario de nuestro propio y vital peregrinaje por el desierto interior. La historia de este peregrino medieval desnudándose de todas sus corazas, certitudes y dogmas de fe, hasta abrazar internamente a quienes había combatido, ya “infieles sarracenos”, “ya infieles cátaros”, es también algo de nuestra propia historia personal.

Meurois Givaudan no nos empuja pues a un desierto medieval, sino a una arenas plenamente actuales, nos invita a destruir unas murallas interiores que todavía perviven y que son las que, tanto entonces como ahora, aprisionarían al verdadero amor que nos habita.

Luis IX abraza el anonimato con el sólo objetivo de ser rey de sí mismo. El omnipotente monarca tan sólo aspira a tomar las riendas de su propio destino. Para ello errará, pasará hambre sed, enfermedad…; para ello se las verá una y otra vez, como en Cartago, a las mismas puertas de la muerte…, para ello vestirá harapos, desnudará sus pies, mendigará junto con los pobres de Tierra Santa…, pero al final comprenderá y volará alto, pues no hay vuelo superior al de quien abraza por igual a todos los hombres, a todos los credos, a todos los caminos que, con más o menos vueltas, desembocan en un mismo Dios sin nombre.

Pero vayamos despacio, sigamos con más detenimiento las huellas de este hombre desde su lecho sudoroso en el campamento de Túnez, en el marco del segundo embate que él mismo había desatado contra los “infieles”.

Sed de desierto

La fiebre se había cebado en el rey al igual que en cientos de soldados, nada más desembarcar en las costas de Túnez. Las conversaciones que en aquellos momentos tenía con Dios tomaban un sesgo final: “¡Tú Padre mío, Tú has visto si el amor en mí superaba al orgullo…, pero de cualquier forma no puedo creer que sólo sonríes a las almas perfectas. Acógeme, te lo ruego, Bello, Dulce Señor!”

Su cuerpo se vaciaba al tiempo que le asaltaba una suprema lucidez “Es entonces esto la muerte, sentirse más vivo y clarividente que nunca?” Un nuevo hálito de vitalidad asaltó sin embargo su cuerpo ahíto. Abrasado por las fiebres del tifus que diezmaban también su ejército, quien siempre había soñado contemplar Jerusalén, quien había suspirado dejar su corona y convertirse en monje, marchar cual peregrino sin destino, ni retorno, pide una última gracias a Dios: partir solo y errante hacia Él.

Unicamente comunicó su decisión, su locura incontestable, a sus dos hijos Pedro y Felipe que le acompañaban en la aventura guerrera y a su confesor, Geoffroy de Beaulieu. Les hizo además jurar secreto total. Su plan consistía en dejar al “rey”, allí en su lecho moribundo mientras él partiría en su particular búsqueda de las huellas del Maestro Jesús. En su lugar colocarían el cuerpo de uno de los muertos que atestaban el campamento. Saldría en plena noche, para no ser reconocido por los centinelas.

En el día acordado se ponía en marcha la aventura. Para los anales de historia, el rey más grande que había tenido Francia dejaba su cuerpo. Al colocarse Luis IX una de las camisas que vestían los sarracenos moría definitivamente el rey. Mientras que el confesor se quedaba en capilla velando el “cuerpo”, sus dos hijos acompañabas hasta los lindes del campamento a un simple “informador” reclutado entre las filas de los “infieles”.

El “rey” moría pero él iba a nacer. El 24 de Agosto de 1270, el monarca de Lis, se borró definitivamente detrás del peregrino del infinito que le aguardaba. Quien había gozado de todos los dones existentes, se encontraba por fin ante lo que más añoraba: el desierto y la noche. Fatigado de ser rey, Luis IX comenzaba entonces a escribir la más bella historia de su vida. Si Jesús le daba todavía fuerzas se llegaría hasta Jerusalén.

Peregrino por tierra “infiel”

Debajo de la bóveda celeste , huido del campamento de los suyos, tumbado en la arena del desierto, interrogaba a Dios: “Tu nombre está dentro de mí, mas no sé si Tú estas conmigo aquí, si me acompañas en este nueva locura” En realidad que era una gran locura, pues, en el lamentable estado en que se debería encontrar, no podía ir muy lejos.

Durante la primera semana marchó siempre de noche, hasta que se reveló contra ese peregrinaje clandestino y se decidió a caminar de día. La transmutación que le aguardaba en su larga caminata por el desierto, no tardó en comenzar a operar. Su primer “shock” le sobrevino con esa nueva luz del día, al ver a los niños de los “infieles”. Los contempla entretenidos junto a un pozo y se pregunta cómo podían ser tan hermosos y llenos de vida, aún cuando “el Maligno moraba en sus adentros”.

No tarda en dejarse seducir por las nuevas situaciones. Se acerca a ellos. Ante la falta de un idioma común, un juego de mutuas sonrisas establece los necesarios puentes. Poco a poco se va introduciendo en la seductora atmósfera de una nueva existencia, quizá incluso de una nueva familia: “Yo no jugaba ya ningún papel. Ellos parecían amarme simplemente por que yo era humano. Me sonreían por que yo no representaba a otro que a mí mismo”. Algo parecido le ocurre cuando ve las palmas datileras y no las siente ya como árboles extranjeros que despuntaban en tierra “bárbara”, sino como dones de Dios que le ofrecían su sombre y un poco de alimento.

Al comienzo huía de esa tan “peligrosa” lucidez que le emergía. Quizá, a partir de entonces la verdad no sería sino tan sólo su verdad. El “infiel” quizá también tenía un alma al igual que el creyente. No en vano estos “bárbaros” que él furibundamente había combatido se le muestran particularmente acogedores. Pescadores y pastores le brindan todos amable alimento y cobijo.

Entre el viento del desierto iba olvidando el color de las joyas de su corona, al tiempo que se percataba de que Dios le otorgaba un regalo mucho más grande: insuflaba su cuerpo de nueva salud y le daba la oportunidad de seguir caminando. Las fiebres iban poco a poco apagándose en su frente. El Cielo le concedía otra oportunidad.

Un sentimiento de creciente libertad le nutría: “Ya no más sillas reservadas, ni pesados cinturones a colocarse de buena mañana; ya no más órdenes que dar, ni autoridad a preservar, ni siquiera una capilla ante la cuál arrodillarse”. No tenía ningún papel obligatorio que jugar. Disfrutaba amando aquello que le acercaba el destino.

A partir de entonces se instala en una intensa búsqueda que no cesará hasta el final de sus días. El desierto le revela su verdadera condición de explorador de infinitos. Antes era una eminencia en Europa, desde numerosas cortes le solicitaban sus consejos, pero ahora él necesitaba esconderse y con los pies desnudos, en absoluto incógnito, avanzar hacia una Jerusalén cada vez más de adentro que de afuera. A sí mismo se preguntaba cuál de sus dos condiciones se acercaba más a su verdadero ser, la de rey o la de peregrino.

Había creído con gran ingenuidad que el Divino había puesto sobre sus espaldas gran responsabilidad en la expansión de la paz, pero poco a poco se percataba de que en realidad era su particular paz lo que había instalado en los campos de una emergente Europa. Extasiado en medio de un desierto desnudo, arrobado en el corazón de las arenas inmensas, quien había mandado construir las más formidables catedrales de Europa, se decía a sí mismo que las iglesias no eran sino edificios para los incrédulos: “Habían sido inventadas para quienes no habían alcanzado a apreciar la Presencia de Dios en todo”.

“Peligrosa” lucidez

A fuerza de haber aspirado siempre a más, empieza a verse quemado por una suerte de fuego místico; a fuerza de errar por su geografía íntima, su fe no entra en crisis, pero sí definitivamente sus creencias. Al comienzo de su peregrinaje rehuía la invitación que a veces le hacían los sarracenos de rezar junto a ellos. De sumarse a sus rituales, de alguna forma, se vería obligado a admitir que sus salmodias eran también verdaderas. Vivía sus oraciones personales como el canto natural del alma humana y en el fondo el sabía que no había desentonación alguna en ese similar canto que elevaban los sarracenos. Sus oraciones satisfacían también una misma sed humana.

Quien desenvolviera toda su vida entre los nobles de su propia corte, se sorprendió con la humilde hospitalidad de las familias beduinas y se daba cuenta de que no existía más que un tipo de nobleza: la del alma. Al caer el día, alrededor de la hoguera, junto a la gente sencilla del desierto se apercibe de que la verdadera religión era simplemente eso: un compartir en torno al fuego del amor. Paradójicamente, los “bárbaros” que va encontrando por el camino se comportan como los mejores cristianos que había podido antes conocer. Se resistía a concebir que quienes le habían proporcionado tan generoso cobijo cuando se encontraba enfermo en mitad del desierto, estuvieran destinados a las llamas. Comenzaba a poner en duda la tiránica exclusividad de sus creencias.

En medio de la libertad y la paz que respiraba, va perdiendo el interés de probar que la su razón es la mejor y que se encuentra en el derecho más legítimo. Operaba ya la metamorfosis del desierto, comenzaba a sentirse que ya no era rey de otros, sino simplemente de su propia vida y destino. Con la libertad también cierto temor de esa nueva lucidez que le emergía y que derrumbaba los sólidos “castillos” que había construido y armado a lo largo de toda su vida. Moría la pretensión de querer decretar, por encima de todo, la supremacía de la cruz y la “flor de lis”, signo de los reyes capetos. Con el desierto le vino también el suave frescor del olvido.

En el fondo de una barca de pescadores que le empujaría un poco más en su trayecto hasta Jerusalén, encarado a un cielo de luciérnagas infinitas abrazaba con fuerza el Dios de su infancia, se acurrucaba contra Él, a fin de que no le llevara a un “vértigo demasiado grande”. Piensa para sí que al Dios de verdad pudiera ser que jamás le hubiera interesado el latín y que, por ejemplo, no hubiera sabido nunca el nombre de lo papas: “Seguramente El lloraba en el fondo de cada uno de nosotros a fuerza de haberle estrechado”.

La risas que comparte con los pescadores le hacen olvidar que ellos eran “bárbaros” y que un día les había declarado la guerra: “A falta aún de comprenderlos, comenzaba a amar a aquellos ‘malvados’ que antes no eran sino los embajadores del propio Cornudo sobre la tierra. Amarles simplemente sin plantearme otra cuestión. Eran humanos, tenían una vida y eso satisfacía a mi alma fatigada”. A fuerza de relacionarse con los “infieles” la pregunta cobraba más fuerza: “¿En qué lado reposa la verdad, en una fe más que en la otra?” El lento peregrinaje le va revelando que Dios no se encontraba de ningún lado en particular: “El se halla tan sólo del bando de la Vida, con todas las vueltas que ella inventa para llegarse a fines que nos superan. Su Plan sonríe al infinito contemplando nuestras insignificantes tribulaciones cotidianas”. La bondad comenzaba a perder color y frontera…

El “Peregrino”, tal como se hacía llamar, escondiendo su verdadera identidad, va despertando a una forma de ver y entender el mundo realmente mágica. Al contacto con las tribus beduinas del desierto comienza a balbucear su propia lengua y toma cuenta de cómo la sonoridad de una palabra puede, en buena medida, definir nuestra relación con el mundo.

Milagrosa osamenta

“Una vez más mi alma corría delante de mío”, paso tras paso va borrando el orgulloso inmovilismo, sin falla aparente de su universo anterior. Sin una iglesia, ni altar donde recogerse, privado de cantos, de ritos cristianos, le parece que se va convirtiendo en un verdadero cristiano.

Por fin llega a los lugares santos y se da cuenta de que no éstos no le convierten en más creyente, según la idea de cristiano que a sí mismo se había hecho. No sin rebeldía se pregunta “¿Cuál es, pues, esta extraña religión que me habita?”

La ciudad santa no le llena. “La verdadera Jerusalén es el alma de toda la creación terrestre que ‘respira’ por fin”, se dice a sí mismo. Una Voz, que se le acerca cada día con más familiaridad, refuerza su visión: “Mi tumba crece en la roca de cada corazón que dice no a la apertura del alma”.

En una Jerusalén que no le procura más inmediata redención que las ardientes arenas del desierto, es convidado a una sopa en la casa de la Orden de los Hospitalarios. Comparte mesa con un caballero francés, Pierres de Montargis, que por primera vez, y muy a su silencioso pesar, le da las noticias del mundo. Le habla de que el hijo del “fallecido” rey de Francia había llevado los huesos de su padre en procesión por toda la Francia y que multitud de milagros se habían sucedido al paso del osario. El caballero buscaba los ojos de asombro de su compañero de mesa, pero el otrora rey no se los ofrece, más bien los esconde.

El caballero insiste. Le comparte que Luis IX había muerto a las tres de la tarde, “al igual que Jesús nuestro Señor”, lo cuál constituía de por sí otro signo milagroso.

-“Eres tú bobo para no haberte enterado de nada de esto…”

Montargis le había asestado un duro golpe. El Peregrino empieza a dudar de todo: “¡Sus huesos habían obrado milagros…!” El mundo se le aproximaba de nuevo con toda su colección de mentiras. Los milagros ya no eran tales, no pertenecían al fin y al cabo a Dios, sino a la pura invención de los hombres. “¿Y los milagros del Jesús…? Habrían sido ellos también inventados…?” Las dudas golpean al hombre del desierto cada vez con menos pasado, cada vez más desnudo de sus dogmas y creencias.

Opta por apartarse de nuevo de la mundo. Se retira al Monte de los Olivos donde toma la condición de un simple mendigo. Allí, en las mismas pendientes donde orara el Maestro Jesús, repara en que los verdaderos “infieles” habían sido quizá ellos, que habían venido a sembrar la guerra donde Él no había deseado sino la paz. Quien gozara de las mayores fortunas entonces existentes, sobrevive alargando una mano temblorosa de pudor al borde de los caminos del lugar santo.

Fuego sanador

La llamada de ir aún más lejos le arranca de Jerusalén, en una nueva exigencia de intrepidez. Vuelve al desierto, pues “mis ojos tanto abiertos como cerrados, no se colman nunca de él”. Se instala en la cueva de una colina junto al Mar Muerto. En sus orillas, los cristianos nestorianos acaban convenciéndole de que es tarea baldía intentar convertir a un hombre: “Al fin y al cabo es el alma la que decide el perfume profundo que desea respirar”.

Absolutamente todo se le va cayendo. Llega a un punto que le parece imposible que en Acre, en Tiro, en Sidón o Constantinopla se estuviera en esos momentos combatiendo por la imagen de un Dios que pertenece por igual a todos. Ya no podía creer en la destrucción de los “bárbaros” con el pretexto de que daban a Dios otro nombre diferente del que ellos habían aprendido.

Tras los caminos apartados de “fuego y agua”, el Maestro Jesús vendría a mostrarle uno de tierra, junto a los humanos. En su retiro de la cueva, una poderosa Voz lo arroja de nuevo al mundo: “Sal de tu roquedal, y sírvete de aquello que te ha sido dado. Es llegado el tiempo de abrir tus brazos y la palma de tus manos”. El “Peregrino” obedece y se pone a curar como loco. Enseguida se extiende por toda la comarca su fama de sanador. Por supuesto no tenía preparación alguna, ni había hecho ningún cursillo de sanación espiritual. Se trataba de algo tan sencillo como poderoso: “Un fuego pasaba a través mío y yo le abría el camino de mi corazón. Después fluía hacia mis manos como un río y eso era todo. Ni siquiera podía pronunciar palabra. El resto no me pertenecía…” Pasó tres años viendo como cicatrizaban con rapidez aquellas heridas sobre las que ponía las manos.

De cara a la Meca

Es así como la fama del Peregrino sanador llegó hasta oídos del Imán de Damasco que tenía una sobrina enferma. El Destino traba en realidad una excusa para depararle nuevas enseñanzas. Una vez en Damasco hace amistad con el Imán. De nuevo largas charlas con otro de los seres que en aquel tiempo acarician un trozo de verdad. El caudillo árabe le revela que a Dios no se le aloja en la cabeza, y que sólo aflora en el silencio de los corazones.

Allí cruza una frontera más en su propia vida: ya no es más Luis IX, pero tampoco el “Peregrino”, pues el Imán le tenía reservado el nombre de “Saubhiya”, o lo que es lo mismo “sufí”, o habitante del Cielo, nombre que llevaría hasta el final de sus días: “Siempre ha habido hombres de todos los pueblos y de todas las tradiciones que han compartido la misma visión de los grandes movimientos del mundo, verdaderos humanos que se han mostrado capaces de mirar más allá de la huella de los acontecimientos y de los dogmas inventados. Esos son los Saubhiyas…”

“Saubhiya” sale a las calles de Damasco. Deambula en medio de los “infieles”, pero ya de una forma diferente. Es consciente de que la vía de acceso al Sol y las claves del Sin Nombre no pertenecen a nadie. Comienza a captar al fin ese perfume de eternidad, capaz de abolir de por sí, toda división y combate entre los humanos. Maravillado por el exotismo del lugar, seducido por el ruido de las fuentes, arrobado por el olor de jazmín violetas y rosas del agua purificadora, termina uniéndose al recogimiento de quienes se ponen a rezar. El rey que había dedicado grandes esfuerzos y fortuna a combatir el símbolo de la Meca, se postra humilde en dirección a ella.

Embargado por la emoción de haber rendido por fin el pasado, se puso a rezar espontáneamente. Se dirigía a Quien, a fuerza de despojarlo de pretéritas denominaciones, no le quedaba otro nombre que el del Señor del Instante: “Las palabras que pronuncié fueron las mías, sin sonoridad, sin otro color que aquél de las lágrimas que sentía adornar cual perlas el rincón de mis párpados y que lentamente depositaban su sal en la comisura de mis labios. Todo mi ser se sentía limpio puesto que reunificaba”.

Vuelve al desierto, ahora con la compañía de un misterioso halcón que le ha regalado el Imán. En el futuro este ave que llevaba sobre sus hombros sería un nuevo maestro. Una suerte de estrecha complicidad y comunicación se establece entre los dos seres. Volvía, pues, a peregrinar, ahora “Saubhiya” a favor de “una humanidad que deseaba reconocerse detrás de la infinidad de sus mentiras”.

El eterno inconformista es ya capaz de integrar sus numerosas lecciones de vida. El amar las diferentes formas de llegarse a Dios le colma de un gozo indescriptible. Siente que si él ha llegado a ese abrazo unificador de todos los credos, también lo pueden alcanzar el conjunto de los hombres. Piensa que si su alma lo había conseguido, también lo podría alcanzar el alma de lo que había constituido su pueblo, incluso algún día, ¿por qué no?, el alma de la humanidad entera: “Me parecía que bastaba que una verdadera flor se abriera en alguna parte hasta la perfección de su floración, para que el resto de las flores pudieran imitarla” Ansiaba llegar a las más elevadas alturas de la realización humana, incluso si su grito en el desierto, rozaba la herejía o el sacrilegio.

Veía a Halcón que remontaba alto en los cielos y no podía sino identificarse con él. Su ser se mezclaba con lo Esencial. Se reía de los dogmas, sobre todo de aquellos que habían sido impresos desde su infancia. Todos los nombres de Dios eran reflejo de una sola Fuerza: “Tantos vestidos diferentes, para un mismo Soplo”

La soledad del desierto le permite volver a profundizar en los misterios de la vida. El peregrinaje en la tierra, le da una pista sobre lo que puede ser el peregrinaje de eternidad. Avanza en la visión de que viajamos de cuerpo en cuerpo para embellecer poco a poco el alma. Un nuevo dolor le penetra al darse cuenta de que los “cátaros”, a lo que con furia había combatido, no estaban seguramente tan equivocados, pues habían sostenido esa misma teoría de la reencarnación.

Con infinita tristeza salen a su paso las imágenes de su encuentro con un vencido y preso, Ramón, Conde de Toulouse. Se da cuenta de que este noble, abrigaba dentro de sí las verdades que él apenas empezaba entonces a descubrir. Le asalta el recuerdo de este líder político de los cátaros condenado, con los pies descalzos sobre el pavimento de la catedral de París. Con el recuerdo, la rabia. A “Saubhiya” le sobreviene una de las últimas cóleras dirigidas hacia sí mismo y su pretérita ceguera: “me revelo contra esa clase de hielo que había permitido petrificar mi alma, hasta que la monstruosidad de la mentira se incrustó en ella”.

Soplo tras el viento

Cada vez con paso más esforzado, prosigue su camino. Halcón no paraba de repetirle en cada uno de sus vuelos: “Siempre más alto”. Desemboca a orillas del Mar de Galilea, atraído por las olas de aquellas aguas que El frecuentó. Siente su soledad cada vez más poblada: “Sólo aquellos cuya soledad está viva pueden compartir aquello que les nutre”.

Los años comienzan ya a pesarle. Las piernas ya no responden como antes, sí en cambio las manos. Repara en ellas: “¡Qué no habían vivido aquellas palmas! Habían sostenido un cetro, manejado oro, blandido una espada, acariciado… Habían estado muertas, habían aprendido a mendigar, después a sanar… ¿Quién sabría alguna vez estos secretos? Su historia se confunde con la mía… Más allá de la aparente contradicción de los actos, ellas no han buscado sino el amor”. De nuevo se pone a sanar, de nuevo lanza sus manos generosas sobre las enfermedades y heridas de los hombres. Al cabo de dos años de mitigar dolores y vivir compartiendo la ración de los pescadores de la zona, un día se le acerca un caballero del Temple malherido. El Destino venía de nuevo a buscarle para resolver aún alguna cuestión pendiente.

Tras una semana de reposo y cuidados, se entabla la lógica conversación: el caballero, que atiende al nombre de Odón de Renoncourt, ya muy recuperado, le interroga:

- ¿Por qué te llamas Saubhiya? ¿Te has convertido?

- ¿Convertido? ¿Por qué, para enrolarme bajo un nuevo estandarte? Un día el viento sopla en un sentido, al día siguiente cambia de parecer y se encamina en otro. La mayoría de los hombres son así. En lo que a mí se refiere he decidido que eso se ha terminado. He salido del torbellino. En pocas palabras, caballero, ese no es el viento que me interesa. Me ha agotado. Solo el Soplo que se esconde detrás del viento me hace vivir…

La conversación íntima entre dos seres que se reencuentran al borde de una “casual” herida, frente a una orilla sagrada se prolonga durante días. El caballero no puede por menos que invitarle a que Saubhiya, conozca también el Templo que se halla detrás del templo, la verdadera razón de ser de la Orden a la que pertenecía.

- No eres tú quien me ha hablado de un Soplo detrás de los torbellinos del viento, le espeta el de Renoncourt.

- ¿De nuevo a Jerusalén? ¿Para hacer el qué?, responde un hombre con poca gana de echarse de nuevo el zurrón a la espalda. En ese instante, Halcón, que sobrevolaba el entorno, desciende y le pega un golpe en la nuca con sus alas. Saubhiya comprende inmediatamente que aún le toca tragar polvo en los caminos.

Al ayudarle en los preparativos de los arneses del caballo, Odón se da cuenta del pasado de su nuevo amigo: “Tu no te has peleado con los soldados rasos, tú has sido caballero”.

El encuentro en Jerusalén con Gillaume de Beujeu, Gran Maestro de la Orden templaria, es definitivo. Después de muchos años es el primer hombre que descubre su auténtica identidad. Ocurre en el marco de una entrevista muy personal. Una vez reconocido, Luis IX se siente más plenamente Saubhiya que nunca: “Mi pasado ha dejado de herirme. Mi memoria ya no será jamás una llaga”.

Comparte con un Gillaume emocionado toda su aventura interna y externa. No es la huida del campamento y de la muerte lo que más le asombra a la máxima autoridad templaria, sino el itinerario solitario de su alma a través de sus propios desiertos y sus oasis de libertad. Al llegar la noche, Saubhiya rechaza amablemente la habitación privada que el señor Beujeu le ofrecía en la gran mansión que la Orden tenía en la ciudad santa: “Estaba claro que ya no era más un rey y que no deseaba salir de la vía que había elegido”.

El compartir es mutuo y se prolonga a lo largo de todo el día siguiente. El distinguido caballero le invita a adentrarse en unos pasadizos secretos. En la profundidad de las grutas que se hallaban debajo de la mansión, le son revelados a Saubhiya las más reservadas enseñanzas de la Orden. Con gran humildad confiesa que él ya conocía algo de esos arcanos de sabiduría, aunque quizá nunca había atinado con las mismas palabras. “Yo sé de todo ello. Lo he comprendido en mi desierto”. A través de su propio itinerario había llegado a los mismos puertos. Vaciándose de todo lo que le llenaba falsamente, comenzaba a llenarse de las mismas certitudes.

“¡Demasiado pronto Saubhiya!”

En las entrañas de la tierra, le asalta una nueva lucidez: “No había habido sino la tierra para transformarme y hacerme entrever lo Esencial; la tierra con sus poderosos horizontes, con sus grutas y escondrijos profundos, la tierra con sus mares a atravesar, sus aguas que lavan y aligeran, todo ello acercándome a un recuerdo sin nombre. Mi verdadera fuerza remontaba de ese mundo subterráneo y el resto no eran sino intermediarios…”

A Saubhiya le son reveladas también claves de futuro. Vendría un tiempo en que el hombre sería plenamente libre, pero a su vez contaminado por el veneno de un nuevo tipo de servilismo. La Voz, de Quien una vez más se le presenta como Jesús, le habla de que en el futuro el humano reptará, habiendo aprendido a volar por los cielos. Tendrá miedo de su propia música interna y por ello reclamará más ruido: “La más pérfidas prisiones están hechas de ruido dentro de la mente. Se aprende incluso a amar esas prisiones cuando se nos persuade de que ellas nos liberan”. A Saubhiya le es transmitido que esas cadenas se pueden convertir incluso en hábito de vida, acabando con todo aquello que podía precisamente ayudar a romperlas.

Por último le es revelado también la verdadera razón del abandono de su reinado: “Si tu cetro y espada hubieran avanzado todo lo lejos que tu ser esperaba, el mundo te habría llevado al trono de toda la cristiandad, una sola unidad, una sola fuerza como un escudo para unas masas aún no preparadas para vivir la unión, para unos barones incapaces de concebir otra cosa que un hueso a roer. ¡Demasiado pronto Saubhiya! ¡Hubiera sido demasiado pronto! Hace falta que los muros caigan, no sólo los muros erigidos entre los reyes y los hombres, sobre todo aquellos que ahogan el amor”.

La Voz del verdadero Rey del mundo le dice que es necesario que la putrefacción llegue a su último punto para poderse convertir en fermento: “Hay una geometría última según la cuál toda vida se reordena a sí misma sin cesar. El Cielo se llenará de signos y ese día cada quien recordará llorando a su propio Rey olvidado, al Rey perdido sin corona dentro de sí. Así será en el momento en el que la humanidad se dé cuenta de que es portadora de un elevado sueño”.

Tras la huella cátara

El peregrinaje va llegando a sus últimas etapas, sin embargo aún le queda un cometido por cumplir antes de poder descansar definitivamente. Era preciso vaciarse de cuanto le sobraba, pero también hacer las paces con su pasado, sanar también sus propias llagas aún abiertas. Siente con fuerza la llamada interna de pedir perdón por sus desatinos pretéritos, muy especialmente siente la necesidad de descargarse de todo el dolor que albergaba por haber combatido tan ferozmente a los cátaros. Si bien no se implicó él personalmente en las cruzadas que precedieron a su casi extinción, sí se emplearon decididamente en ello los nobles bajo su mando.

Por supuesto desoye la invitación a la vida cómoda y retirada que se merecía y que con insistencia le ofrece el Gran Maestre templario. A cambio de esa vejez arreglada y sin sobresaltos, le pide un hueco en una de sus naves para así retornar a Francia y buscar a alguno de los últimos “hombres puros” (“catharoi” significa puro en griego). Gillaume de Beujeu comprende que no logrará retenerle y, no sin gran pena, le reserva plaza de viaje. Un barco del Temple le aguardaba con sus velas izadas en la ciudad de Acre.

En 1282 desembarca en Aigües-Mortes. De nuevo con sus pies en la Francia que otrora le perteneciera, pero que ahora holla en el más absoluto anonimato, pone rumbo a Montpellier. Allí le informan de la existencia de los últimos reductos cátaros.

En un valle apartado da con una madre e hija campesinas, que en un comienzo se libran mucho de dar a conocer su verdadera fe. Vivían también en el más absoluto anonimato. Sus hombres habían partido a la defensa de los últimos bastiones cátaros y no habían vuelto. Habían entregado sus vidas en la defensa de una iglesia “herética” que simplemente aspiraba a ser libre. El Destino conduce a Saubhiya hasta unas mujeres, que habían sufrido lo indecible, simplemente por haber dado un paso más hacia la “belleza del instante”. Esclaramonde y su hija vivían una existencia casi secreta, cuál reclusas en aquel remoto valle.

Al calor del hogar de estas dos humildes campesinas, Luis IX, el Peregrino, Saubhiya… cura su última herida. Madre e hija terminan abriéndose y comparten con el vagabundo errante su terrible recorrido, la epopeya de los albigenses (otra forma de denominar a los cátaros y que deriva de la ciudad de Albi) con sus esfuerzos, sus anhelos, sus masacres y finalmente sus hogueras donde habían sido quemados muchos de ellos: “Los nombres desfilaban uno tras otro, cada uno evocando su propia leyenda. Ese pueblo que sólo deseó abrir las puertas cerradas y que no aspiraba sino a la perfección, había vivido una gloriosa leyenda, aquella de Guillarte de Castres, Bertrand Marty, los Puylaurens, los Peyreperthus…El rosario de mártires y lugares santos no acababa. Montségur se había convertido en su Jerusalén”

En medio de toda la historia había habido un “infiel”, un “bárbaro” mayor que los demás y que permitió que se les crucificara. Ese era él. Bien es cierto que no había ordenado las masacres, pero tenía conocimiento de que se habían perpetrado en el nombre de una Santa Iglesia ante la que él se inclinaba. Esclaramonde en un gesto de generosidad infinita toma la mano del otrora precursor de toda aquella barbarie. No surgieron palabras ni de justificación, ni de acusación entre dos seres que se reencontraban a la vuelta de las más fuertes turbulencias de la vida. Tan sólo se instaló en ellos un profundo silencio, una paz y sonrisas que sellaban un pasado de duro y mutuo aprendizaje.

“Rey de mí mismo”

Es tal el sentimiento de fraternidad que se instala entre ellos, que madre e hija no permiten partir a Saubhiya. Saben que ya no tiene ni rumbo fijo, ni hogar y ellas desean compartir el suyo propio. Siempre según la versión de la historia que nos proporciona Meurois Givaudan, Luis IX habría terminado allí las jornadas de su intensa vida física, de aquella singular etapa hacia la Eternidad. Sus últimos días habrían estado colmados de las profundas enseñanzas que quiso compartirle una simple campesina.

Su peregrinaje había culminado. Ya no abrazaría ninguna fe nueva, pues había encontrado el Camino de todos aquellos que se habían salido de los caminos. “Este Camino era el del amor puro…, puro puesto que era coherente y coherente porque estaba abierto al infinito”.

Sus últimos días fueron de gran ligereza y claridad: “Quienes aman hacen parte de mi vida y juntos avanzaremos en la vastedad del corazón, allá donde no se sabe siquiera de una frontera”. Su sentimiento de universalidad ya no daba lugar a dudas: “Me sentía capaz de englobar todas las fes y las creencias de la Tierra, incluso aquellas que no conocía y a las que no me había acercado nunca. Me imaginaba en el crepúsculo de mi vida, soñando esa maravilla denominada arcoiris que une todos los colores de la creación. Veía a Dios en todo, dirigiéndome a cada quien según su lengua y su perfume, tocando los corazones según la apertura y el profundidad de su cáliz”.

Y así, entre vuelo y vuelo cada vez más alto del espíritu, vinieron los instantes postreros. “No sé lo que me ocurrió exactamente. Un dolor para respirar…, después un velo lechoso vino a situarse delante de mis ojos. Un zumbido en los oídos, un golpe de sol interior… Tenía alas, yo las había esposado. Volaba en mi alma y me encontraba a junto a Halcón… ¡Luis!, me oí decir a mí mismo, ¡Luis! He ahí el fin. Este nombre venía a reunirse conmigo desde lo más profundo de mi corazón. Venía desde muy lejos y yo lo acogía con gozo. Ya era Rey por fin, Rey de mí mismo…”

SAN LUIS, REY DE FRANCIA: CETRO, ESPADA Y CRUZ

Transitaba a menudo de la serenidad del monarca a la fiebre del místico. Concebía la política como un instrumento para erradicar el pecado de su reino, pues descubrió a tiempo que Dios no se encontraba en la boca de sus supuestos representantes en la Tierra. Se sentía el guerrero y el sacerdote escogido para santificar la tierra de Francia. Luis IX fue un hombre devocional, cuyo principal objetivo era el de llevar a los hombres hacia el Padre tras sus cetro.

Recorría a caballo pueblos y aldeas y a menudo no ponía el pie en tierra si no era para rezar. Dicen que encontró en su interior una felicidad sin nombre, pero se moría de no poderla compartir entre sus contemporáneos.

Había nacido en Possy en el año 1214. Cuarto hijo de Luis VII de Francia y de Blanca de Castilla, la hija del rey Alfonso VII, recibió una esmerada educación especialmente después de que sus hermanos mayores murieran en la infancia, quedando él como heredero del trono. El sincero catolicismo que le inculcó su madre, no le privó a la postre de un cierto fanatismo e intolerancia. Tras la muerte de su padre subió al trono cuando contaba con trece años. A causa de su corta edad, su madre española debió de administrar la monarquía gala durante diez años.

Reinó entre 1226 y 1270 y guerreó durante todo ese tiempo, pero a la vez era consciente de que el verdadero peso de un arma no se manifestaba en el extremo del brazo, sino en el corazón. Dicen que recurría a la guerra sólo cuando ya no le quedaba otro remedio, sabedor de los males materiales y espirituales que acarreaba, sin embargo le veremos batallando contra
los ingleses, sus propios nobles, los cátaros y los musulmanes.

Según la doctrina de aquel tiempo, Dios había dividido a los hombres en tres clases: los que se ocupaban de la oración, los encargados de luchar y los que debían trabajar. El reunió en uno a los tres.

El místico

En la gran catedral de Reims, levantada en honor a María Magdalena, antes de sentir el peso de la corona sobre su cabeza, juró con la manos en el corazón que sería Su rey, el rey de Su Voluntad y de Su Justicia…

Andaba por los pasillos de su castillo, por los prados de sus posesiones y sentía que Dios le seguía por detrás. Nunca un rey había sido inspirado por un ideal religioso tan elevado. Para el monarca que dio los primeros pasos en la abolición de un tiránico poder feudal, manejar el reino era defender, por encima de todo, la palabra de la verdad de Dios.

No descuida la oración, asiste a misa diariamente, se confiesa todos los viernes y se aplica duras disciplinas. Algunas de ellas se las contagia a su esposa. Seis veces al año, como entonces era costumbre, recibe la Comunión y realiza ayunos a menudo.

Entre 1246 y1248 construye la Santa Capilla, concebida como relicario de la corona de espinas con la que Cristo había sido crucificado. Las grandes catedrales góticas como Chartres, Reims, Amiens y Beauvais se comenzaron a levantar también durante su reinado. Potenció igualmente la universidad de París, convirtiéndola en una de las más importantes de Europa. En ella florecieron la Filosofía y la Literatura inglesa.

El hombre bueno

Es grande la fama de santidad que ya se gana en vida. Tras su muerte “oficial” en Túnez, no sabemos si real, sucedieron algunos milagros que sus contemporáneos se aprestaron a atribuirle. El papa Bonifacio VIII le canoniza en 1297.

“Tu vida es también la vida de cuantos amas. Antes de ser rey, eres hombre, no lo olvides” le había inculcado la madre. Además de llevar a cabo diversas fundaciones religiosas, se le asignan numerosos gestos generosos. Las crónicas del momento nos revelan algunos como el de lavar los pies de los pobres, servir la mesa a los cistercienses de Royaumont, visitar a los leprosos, enterrar con sus propias manos los cadáveres que quedan en los campos de Tierra Santa…

Una sed de autenticidad le hacía desnudarse de toda vestimenta ostentosa en medio de los más fastuosos banquetes. Sólo el rey podía permitirse esa afirmación de sencillez. Si las circunstancias lo requerían, sabía aparentar riqueza, pero la simplicidad era su máxima: “Aspiro a reencontrar la simplicidad de Cristo y hacerla sonreír delante de mis ojos”.

Daba a entender que su fuerza radicaba en el verdadero humano que subyacía en él. De la misma forma pregonaba que había una realeza de alma a la que todo hombre y mujer tenían derecho.

El hombre de estado

El “rey justiciero” (“roi justicier”) estableció el “Parlement” en las inmediaciones de la Santa Capilla. Esta moderna institución asumió la función de supremo tribunal de apelación, con autoridad sobre todos los demás tribunales organizados según criterios jerárquicos.

Hasta su llegada al trono el Estado era incapaz de ofrecer protección y justicia. La explotación económica se sumaba al control político, permitiendo a los señores cobrar peajes e impuestos por la celebración de mercados y otros eventos. Los nobles gozaban también de la facultad de impartir justicia y de ejercer su autoridad sobre los campesinos. La mayor parte de éstos se encontraban reducidos a la condición de dependencia servil como contraprestación por su seguridad y protección.

Luis IX trató de suavizar esta situación, persiguiendo a los nobles y eclesiásticos que se excedían en el ejercicio de su funciones. Se paseaba a menudo de incógnito por calles y aldeas. Deseaba acercarse a una realidad exenta de escenificaciones y protocolos, conocer de primera mano las condiciones sociales de sus subordinados para tratar de mejorarlas.

El soldado

En Europa le fueron mejor las cosas que en Tierra Santa. Fracasó en sus dos cruzadas. En la primera cayó preso, en la segunda, la historia oficial nos dice que encontró la muerte.

En 1248 después de vencer el escaso entusiasmo de sus nobles, se embarcó en cien navíos con un ejército de 35.000 hombres y con su mujer y sus hijos. Conquistó la ciudad de Damieta, pero la peste y la crecida del Nilo obraron en su contra. Debió retirarse, pero los musulmanes capturaron a él y sus nobles en la derrota de Mansura.

Una vez libre, aún permanece cuatro año más en la Siria francesa, regresando a Francia en 1254. Llega a París en un estado deplorable. Sus fuerzas están debilitadas por el tifus contraído en 1250, pero en 1270 decide regresar a Jerusalén. Los manuales al uso dicen que, apenas cruzar el Mediterráneo, muere de peste en su tienda de campaña ante los muros de Túnez.

El amante

Luis contrajo matrimonio con Margarita en el año 1234. Esta soportó el odio de Blanca de Castilla desde el principio. La madre temía que su nuera llegara a dominar la casa real. La progenitora del rey jugó un papel clave en la consolidación de la realeza. Mantuvo a la esposa al margen durante algún tiempo, pero a partir de 1244, la influencia que Margarita ejercía sobre el monarca crecía, mientras que la de Blanca mermaba.

El contacto con la piel de Margarita acrecentaba el fuego interno de Luis, por lo que se empeñaba en limitar a sus apetitos sensuales. Sus cuerpos no se juntaban, si no era después del encuentro con la Santa Ostia. Tenían su propio calendario para hacer el amor en el que contemplaban rigurosa abstinencia durante el período de Adviento y en la cuarentena de Pascua. Tres veces por noche iban a rezar juntos a la capilla.

La pareja fue muy feliz y obtuvo once hijos. Como hemos apuntado, Luis se llevó a su mujer a una cruzada en el año 1248. La campaña fue un desastre y el propio rey fue hecho prisionero. Tuvo que pagar un gran rescate para obtener la libertad. Durante su cautiverio, ella supo defender con valentía el puerto egipcio de Damieta.

La dinastía de Lis

En el año 987 cuando falleció el último de los Carolingios, Luis V, la asamblea de nobles y obispos celebrada en Compiègne y Senlis ofrecieron la corona a Hugo Capeto, poderoso magnate bajo cuya autoridad se encontraban los condados de París, Senlis, Dreux y Orleans.

Hugo persuadió a sus pares de que aceptasen a sus hijo Roberto, como heredero y convirtió así la dignidad real, hasta entonces electiva, en monarquía hereditaria. Pese a ello, sólo se reconocía a los capetos una autoridad simbólica. Dice el historiador Roger Price que el principal distintivo del rey capeto frente a los demás señores era su carácter sagrado, sólo él era ungido por el Señor. Esta unción con los santos óleos, que otorgaba a sus mandatos una legitimidad añadida, distinguió a los capetos de los otros señores feudales. Los monarcas de Lis eran también investidos con espada, anillo, cetro y vara. Fueron expandiéndose por el norte de Francia gradualmente desde su base territorial inicial en Ile de France.

Coleccionista de reliquias

La vida de Luis IX debió ser una imitación de Cristo. Cuando en Villeuneuve l’Archevêque se le acercó la corona de espinas del Maestro traída desde Tierra Santa, el temía caer en un inmediato estado de desvanecimiento. La corona estaba en un cofre de madera y marfil con una bandera de oro. Dentro de éste había a su vez otros cofres, unos dentro de los otros. Hizo levantar todos los sellos mientras que no paraba de rezar. La reina Blanca sollozaba. El tiritaba con las pestañas bañadas en lágrimas.

Ordenó una entrada triunfal de la santa reliquia dentro de los muros de París. Después adquirió un trozo de la Santa Cruz y en 1240 un trozo de la Santa Lanza que Le había agujereado un flanco. Para guardar todas estas reliquias de Jesús erigió la Santa Capilla

Luces y sombras

Luces:

- Transformó a Francia en un emporio político y cultural.
- Hizo importantes reformas en la justicia a favor del pueblo llano. Comenzó a poner las bases administrativas del Estado moderno.
- Cuidó de impedir los abusos de sus funcionarios. Favoreció el comercio. Su espíritu de justicia fue proverbial, así como su amor por las artes.
- La historia lo ha entronizado como uno de los monarcas más nobles del medievo. Practicaba la caridad de forma secreta. Era humilde hasta el punto en que podía serlo un rey.
- Tenía probada fama de alegre, justo y beato. Vestía con sencillez. No hacía ostentación alguna de riqueza.
- Apoyó al Vaticano, pero también supo mantener a raya el desaforado deseo de riqueza y poder del papado.

Sombras:

- Continuó siendo fiel a las tradiciones guerreras de la casa de los capetos. Lanzó dos cruzadas contra los musulmanes. No puso reparos al dinero de la Iglesia y estableció tributos extraordinarios para financiarlas.
- Además de las cruzadas, luchó contra Inglaterra, bajo el reinado de Enrique III, contra algunos de sus propios nobles y contra los cátaros.
- Su mayor sombra: en 1245 los oficiales de su corona y los miembros de la Inquisición quemaron en un sólo día a más de doscientos “herejes” en Montségur.

 
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