Allà y aquà maravilla inmensa, allà y aquà incontenida admiración por tanta belleza sacudiendo el alma, aquà y allà el mismo caminante enmudecido ya sobre la nieve del hayedo, ya sobre la arena de la playa virgen. En todas las latitudes del planeta la misma fascinación por el milagro de la creación. Sólo resta que levantemos a esta prodigiosa, sorprendente y sagrada creación la amenaza que le han impuesto nuestra ignorancia y egoÃsmo. No podemos perder la oportunidad. No habrá muchas más. Tanta belleza merece batirnos todo el cobre. La vida y su maravilla infinita merecen todos nuestros esfuerzos aunados. La capital danesa no debiera ser escenario de un trapicheo de paquetes de C02, menos aún una cumbre de grandes proclamas vacÃas de medidas eficaces contra el cambio climático. La mera prórroga de Kyoto no nos librarÃa del desastre. Copenhague debiera ser un antes y un después, un hito en la unidad humana a favor de la vida. Este planeta mágico merece la pena, esta vida colmada de milagro merece el triunfo de esta gigantesca apuesta colectiva encarnada en la cumbre de Copenhague. Nos podemos unir por el mero gozo de sentirnos reencontrados con nuestras diferencias que se fecundan, gozo de sentir el latido del alma una, gozo de sentirnos hijos e hijas de un mismo Dios sin apellido, ni etiqueta. Nos podemos reunir por demanda de nuestras almas, nos podemos unir también por necesidad vital e impostergable. A orillas del ancho rÃo Yarra, en el centro de convenciones de la ciudad de Melbourne más de 5.000 personas de 200 credos diferentes nos hemos reunido del 3 al 9 de diciembre en el marco del V Parlamento de las Religiones del Mundo (www.parliamentofreligions.org). Gentes de buena voluntad de diferentes paÃses y filiaciones espirituales, aun con todos nuestros altares, nuestros legados, nuestros libros sagrados diferentes…, hemos sentido la suerte insustituible de la fraternidad humana encarnada sobre la tierra. Bajo el lema “Escuchándonos mutuamente y sanando la Tierra†en el inmenso y recientemente estrenado palacio de convenciones, hemos vivenciado algo del otro mundo y el otro cielo posibles, mundo justo, pacÃfico, fraterno…, cielo ancho, abierto, plural… Hemos deseado contribuir desde nuestra visión trascendente y esperanzada de la vida a la resolución de los grandes desafÃos del mundo. La unión puede ser impulso natural de las almas que se buscan y se encuentran, aunque para ello haya que invertir un dÃa largo de avión e ir a la otra punta del mundo. La unión puede ser también una urgencia absolutamente inaplazable. Dos ciudades, Melbourne y Copenhague encarnan estas dos uniones. Podemos unirnos la raza humana en la trascendencia de Melbourne o en la supervivencia de Copenhague, el caso es que tras milenios de división y de odio, hemos por fin concluido que no hay otro camino que el de la unidad. Hubiera sido preferible sentir ese llamado inexcusable de unidad antes de que nos llegara el agua al cuello, antes de haber cambiado con nuestra ceguera individualista el rumbo del clima, de haber subido artificialmente el mercurio del barómetro de la tierra. Estamos donde estamos, lo importante es reconocer los errores y afrontar a partir de ahora los grandes desafÃos planetarios, el del cambio del clima el primero, conjunta, resuelta y solidariamente. Soplan ya los huracanes, se deshacen los hielos, suben las mareas…, el precio ha sido alto para converger por fin en un mismo anhelo y esfuerzo planetario a favor de la vida. Tardó Copenhague y su cita decisiva para salvar al planeta. Nunca más esperaremos tanto para converger toda la raza humana. Que llegue el dÃa en que abunden las cumbres del alma, en que nos reunamos sin ningún horizonte amenazado, por el mero placer de latir al unÃsono en un mismo espÃritu, de respirar un mismo aire, de esbozar una misma oración de profundo agradecimiento. Ojalá más pronto que tarde la lección para siempre aprendida, ojalá se prodiguen los Melbournes y no haya nunca más necesidad de Copenhagues. Los mares por fin detenidos no amenazarán ya su sirena. |
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