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Atalaya de infinito

Mundo Internet 2002, la cumbre de los usuarios de la Red de redes, bien merecía un salto hasta la Casa del Campo madrileña. Allí me encaminé una soleada mañana con la intención de echar mis tropecientos kilómetros a través de las moquetas flanqueadas por esas modernas pantallas, todas ellas ya adelgazadas, privadas de la barriga trasera de ediciones precedentes. Allí me dirigí con la intención de curiosear en los “stand” de las compañías, de explorar las novedades en el apasionante mundo de la comunicación. Sin embargo apenas largué unos metros.

Permanecí quieto, parado, alucinado, delante de una de esas pantallas planas de última generación. Navegué por fin con ADSL. Durante casi dos horas tuve el mundo a mis pies. Era casi el mediodía y había numerosos ordenadores libres con esa vertiginosa velocidad en sus entrañas.

Comprobé que una cosa es Internet y otra cosa bien diferente es ADSL. Uno puede viajar por los cinco continentes en asno o en un veloz todoterreno que además no hace ruido, ni contamina. Esta nueva tecnología tan cara como sorprendente te transporta al segundo hasta donde deseas. Un leve “click” y saltas de uno a otra biblioteca, museo, periódico, geografía…

Vaya por delante que no tengo comisión alguna con los proveedores del superinvento. Por lo demás, el asombro que les comparto pesa sobre estas compañías como obligación moral de intentar universalizar el servicio, haciéndolo más asequible. Sin salir de la órbita “desarrollada”, en el mundo rural hay zonas en las que no tenemos posibilidad de subirnos a esta nueva tecnología. “Telefónica”, proveedor de proveedores, nos dice que los aldeanos no conformamos un número suficiente de usuarios que justifique la modernización de las instalaciones.

Sin embargo todos tenemos derecho a recorrer el mundo a golpe de “ratón”. Internet acerca una mayor igualdad de oportunidades, pero su acceso es aún restringido con conexión normal, no digamos ya con ADSL. Todos debiéramos de tener un sitio ante la caja del millón y una sorpresas, ante esa atalaya que casi atrapa el infinito. Uno de los grandes retos de nuestros días es que todo humano, también el del Sur, pueda acariciar el “ratón” sobre la alfombrilla, por supuesto con el estómago lleno y, cuanto menos, la uralita sobre la cabeza. Navegar sin parar en una aventura en la que sólo cada quien ponga los límites de su singladura, es un derecho más a incorporar al largo listado de derechos humanos aún pendientes en la era global. Cliquear a destajo con el rumbo hacia el norte de cada quien, es un placer que no debiera de tener otro límite que el cansancio. Cada cuál sabrá donde plegar las velas y levantar la mano del “mouse” para recalar y observar con detenimiento, con agotamiento, con gozo.

El conocimiento universal cabe en una pantalla enchufada a la Red de redes. La información que de ella podemos extraer, ralla la infinitud. Nuestro anhelo de conocimiento y comunicación abreva ya casi sin límite ante ese destello animado de neón. Muchas de nuestras aspiraciones de crecimiento, inquietudes de exploración y formación se ven colmadas ante esas cambiantes imágenes editadas y diseñadas en cualquier rincón del planeta.

Evidentemente, la pantalla tiene sus limitaciones, jamás podrá emular la vida. Tras el rincón del internauta golpea un sol poderoso, tonificante, acariciante.., un aire que estimula una vida palpitante. Cada quien opta por la dimensión que quiere imprimir a cada uno de sus momentos, establece su propia alternancia entre lo virtual y lo real. Lo importante es que los límites no los ponga la falta de medios. Cada quien establece su ritmo de sol y neón, de caminos empedrados o de autopistas de la información. Una vez más, la medida estará en el justo equilibrio entre una realidad pixelada y la otra de millones de colores y texturas, a sabiendas de la vastedad y limitación de cada una de ellas. Cada quien será también muy libre de desequilibrarse, de pedirle a la vida que aguarde ahí fuera mientras que exprime a la pantalla todo el jugo de ese día. Todo ser humano debería de poder tener el mundo a sus pies y así aprender a amarlo y así saber acariciarlo.

Así que navegaba feliz en una de las pantallas del Palacio de Cristal y según recorría como el rayo multitud de páginas, según abría los “multimedia” que mi ordenador no hubiera podido con ellos, reparé emocionado en el privilegio de nuestros días. Pensé que sólo nos resta universalizar esa suerte, agradecer también a cuantos fueron encendiendo ese revelador fulgor que ya hemos incorporado a nuestra cotidianidad. Recordé a quienes nos precedieron en esta aventura apasionante del “connecting people”.

Mandar un mensaje cuesta hoy el esfuerzo de un simple “click” sobre el icono de “enviar”, sin embargo hubo un tiempo en que fue necesario trotar y trotar a caballo hasta dar con el destinatario. Hubo que despedir familia, sortear mil y un peligros y enfermedades para que alguien al otro lado del mundo abriera un sobre más que sudado. Hubo quien memorizó morse y las escuetas misivas ganaban velocidad en forma de punto y ralla a través de unos gordos cables telegráficos. Más tarde los mensajes se subieron a las hondas, cabalgaron y se apearon con la voz diáfana sin necesidad de traducirla a un idioma clave. Llegó el teléfono; al principio sólo entraban en su hilo distorsionadas voces, pero poco a poco el sonido se fue aclarando. Unido a las computadoras nos permitió crear todo un universo paralelo de comunicación, una Red de redes a través de la cual nos intercambiamos no sólo texto, sino también realidades y atmósferas enteras. Las películas no tardarán en venir . Pronto desaparecerá la frontera entre la televisión y el ordenador. Podremos “bajarnos” filmes de resolución DVD en cuestión de segundos, en el idioma que deseemos. Nuestro aparato de conexión prescindirá de cables, adoptará las mil y un formas y posibilidades. A toda hora, desde diferentes plataformas, tendremos la posibilidad de estar surtidos de la información que deseemos.

En medio de esta vertiginosa carrera de la comunicación echamos un vistazo hacia atrás y honramos la memoria de quienes con esfuerzo tejieron nuestra cada vez más tupida red de conexiones. Trotamos junto al heraldo que cabalgó con el sobre en medio de la tempestad, aguzamos nuestro oído junto al telegrafista clavado a la vera del aparato, buceamos con el submarinista que sujetó los cables intercontinentales en medio del océano abismal… Albergamos deuda para con los innumerables investigadores, técnicos, aventureros, mecenas, obreros… que hicieron posible ese sueño de sentirnos los humanos más cerca los unos de los otros. Nuestro “cliqueo” de hoy es fruto de sus sudores de ayer.
Así pues, comunicación es algo más que negocio, algo más que los logros de unas boyantes compañías que a veces en su publicidad simulan ser los magos creadores de este gran milagro de una humanidad unida. A todos pertenecen los “jugosos dividendos” de un mundo cada día más intercomunicado, de una sociedad más libre y emancipada.
Por último apuntar que no aumenta nuestro poder de comunicación sin multiplicarse a su vez nuestra responsabilidad. No hemos hecho este largo viaje hasta el ADSL para desembocar en unas páginas “web” de carnes ardientes, en un simple mercado más acelerado, en unos juegos teñidos de sangre… Podemos crear un mundo paralelo a imagen y semejanza de nuestros más elevados sentires. La nueva tierra de amor, paz y justicia puede ser pixelada en la pantalla para después hacer un “copy- paste” en las tres dimensiones de la realidad.

Vamos fulminando las distancias y recelos de un pasado sin Internet. Una vez re-“conectados”, nos queda reinventar un nuevo futuro cargado de posibilidades. Un vasto mundo virtual se añade a la bolsa de nuestra responsabilidad. Iluminemos, coloreemos, alegremos entre todos la veloz, la inmensa pantalla que dejaremos en herencia a nuestros hijos.

 
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